martes, 17 de abril de 2012

Me Voy



Luca agarró el bidón de gasolina —plástico, ámbar— y se lo arrojó a Adrian. Un corto vuelo y aterrizó con un golpe rotundo, de esos que te hacen temer una explosión líquida a los lados.

—Báñate —ordenó.

El vampiro, incapaz de desobedecer, abrió el envase, arrugando el rostro ante un aroma que, como el genio de una botella, emergió omnipotente.

—Ayúdame, Susana —suplicó, mientras se echaba la lluvia de fuego futuro.

La chica se contorneó. Gritó por auxilio otra vez. Viéndola, Luca pensó en que si estos dos tuvieran más sentido común que ganas de follar, esto no estaría pasando. Claro que habría conseguido el modo para atraparlos, pero no así, no ahora. Tenía rato siguiéndolos cuando el carro se paró a un lado de la calle, en las montañas más recónditas del Vizcaya. No hacía falta demasiada imaginación para anticipar lo que estaba ocurriendo dentro de aquel automóvil, pensó el doctor mientras bajaba del carro que consiguió en préstamo —un carro blanco, con placa de otro estado, sin calcomanías, anónimo, otro carro de una ciudad con más vehículos que gente.

Pero quizá se equivocaba. Porque podía ser que él le diera un beso, luego una lamida en los labios, luego una en el cuello, luego un mordisco en los hombros y, acortando una larga historia, el adicto desesperado dentro de todo vampiro tomara el control y se estuviera tomando hasta la última gota de sangre de la muchachita, que pasaría a ser “víctima de la anemia”, un diagnóstico que no tendría sentido para los que la tenían como una saludable niña de puro veinte en el colegio.

La chama de puro veinte tenía a un novio mayor. Setenta y seis años mayor.

Ocurrieron las escenas predecibles. Él los interrumpió, el vampiro trató de dominarlo con mirada hipnótica. Cuando vio que no estaba haciendo efecto, se bajó del carro y sacó los colmillos, gruñendo como un lobo. Luca le señaló con el índice.

—De rodillas.

El muerto viviente obedeció, con ojos que se negaban a aceptar lo que hacía el resto de su cuerpo. Por lo que había investigado Luca, Adrian ya estaba vampireando por Londres en la década de los treinta, lo que lo volvía un vampiro antiguo, pero no tan antiguo como para que un nigromante medio diestro no pudiera ordenarle a que se pusiera un delantal y le limpiara la casa dos veces a la semana, por sueldo mínimo.

Tuvo que amarrar a Susana con las mismas bandas plásticas que dos maniáticos habían usado en él hacía cosa de una semana (todavía tenía las marcas en las muñecas). La chica gritó que los secuestraban, sin poder adivinar lo que estaba pasando de verdad.

—Mi mamá tiene plata —dijo—, ella puede pagar lo que sea.
—Oh, eso lo sé.

Ella derramó dolorosas lágrimas de confusión. Ahí entró en escena el bidón de gasolina y la plegaria de Adrian. Ella no pudo sino sollozar.

—Falta poco —dijo. Se miró el reloj—. Si aceptamos que en Caracas amanece a las seis y diez de la mañana, a tu novio le quedan 40 minutos de vida.
—¡No! —gritó Susana con la voz del corazón partido.

Todo esto estaba previsto, las escenas de una película que te han contado. El doctor se sentó en la acera. Se sacó un cigarro del interior de su chaqueta.

—Susana, amor, escúchame.
—¡No! ¡No, Adrian, dile que pare! ¡Tienes que hacer algo!
—No puedo.
—No me digas eso, por favor, no me digas…
—Shhh, mi niña, escúchame.
—Yo no puedo perderte, Galo. Eres el único hombre al que he amado.
—Escúchame, es importante. Yo… dios, no sé por dónde empezar.
—Pues más te vale que decidas rápido —Luca encendía el pitillo—. El tiempo pasa volando.
—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó la chica.

Había luchado tanto por soltarse, como un gusano antropomorfo, que terminó acostada sobre el pavimento. Nunca se liberaría por sí misma, pero había que darle puntos por intentar.

¿Qué podía contestar? Nada de lo que le dijera la haría entender. Se acordó de sí mismo en esas condiciones, una memoria que tan pronto empezó a formarse, luchó por repeler. Estaba en Florencia y tenía dieciséis años. Un arquetípico adolescente con rencor hacia la vida en una cuadrilla de rufianes. Caminaba por la madrugada con botas desamarradas, con brazaletes de pinchos, con anillos en cada uno de sus dedos. Él era El Nigromante, heredero de una tradición que databa desde el amanecer de los tiempos, el mago de la más prohibida de las artes. Estaba fúrico, estaba sediento de sangre y estaba hormonal. El joven Luca Aleggio, cuando su cabello todavía era negro.

Eran especialistas en evitar a la policía (una disciplina que Luca perfeccionaría tras su retorno a Venezuela). Encuentros esporádicos, pero sabían que a la voz de “alto”, cada quien correría en una dirección distinta, nunca en línea recta, sino girando en las esquinas. Sabían que si llegaban a un cerco, podían escalarlo para aumentar las probabilidades de escape. Los agentes, con sus uniformes, no estaban tan dados a esa clase de actividad física (sabiendo que les pagarían lo mismo tanto si atrapaban a los revoltosos como si no). Cualquier objeto que se les cayera, se quedaba atrás. Si tenían la fortuna de dar con una feria o algún espectáculo nocturno, era cosa de mezclarse con la multitud. Se verían en cualquiera de las noches siguientes, se echarían los cuentos de los escapes individuales, sabrían quién llegó a su casa esa madrugada y quién pasó la noche en una pequeña celda para vándalos y ebrios.

Siendo brujos de distintas ramas, manejaban normas distintas sobre lo que podían hacer o no, pero la norma universal era no usar la magia como un juguete. Siendo Nörj un elementalista, Zoe la chamán, Parvati una druida y Luca el nigromante, tenían mucha curiosidad por las ramas de los demás. Una cerveza era charla social, dos cervezas comentarios sobre la magia, tres se convertían en entusiasmo ecléctico y con cuatro empezaban las demostraciones.

Esta noche era el show de Nörj. Desató una garúa “para refrescarnos”, pero borracho como estaba, abrió el cielo a una atrevida lluvia. Su mentor sabría de qué se trataba esto, habría consecuencias. Pero eso sería mañana, ahora se reían, estaban mareados y era gracioso meter la mano entre las dimensiones y sacar chispas de todo aquello que se supone que nunca debes ver.

Parvati tropezaba con Luca a propósito. Le daba con el codo en el brazo, se apoyaba en su hombro para reír, se le quedaba mirando y giraba la cara cuando él la veía. No era la primera vez que le cambiaba las luces, pero nunca fue tan atrevido, el espacio personal era una barrera inquebrantable. Y él la deseaba. Deseaba su piel morena, sus labios de canela, deseaba esa mirada de pestañas finas, esa sonrisa más allá de lo evidente. Quería sus caricias, la promesa de su escote, el sabor de su piel en su lengua. Quería sus besos, sus uñas hundiéndosele en la espalda, sus mordiscos en el lóbulo de la oreja.

La quería a ella. Más de lo que se habría atrevido a expresar.

Compartían una botella de champaña que consiguieron robarle a unos turistas (“préstamo con carácter indefinido” lo denominó Zoe) y al pasar por el Ponte Vecchio, Zoe trató de deleitarlos con una danza tribal, que realmente fue su versión del ballet que practicó de niña. Lo hizo bien por unos cuarenta segundos, se cayó y señaló al cielo con ambos índices, riendo. Luca y Parvati se sentaron junto a ella, Nörj dio un salto al pasamano. Equilibrio a orillas del río Arno.

—Venimos de la tierra del hielo y la nieve, del sol de medianoche, donde los otoños calientes soplan —dijo, con los brazos extendidos hacia los lados, poniendo un pie por delante del otro.
—Se va a matar —dijo Zoe en su nativo patois.

Luca se reclinó, apoyando las manos en el piso a sus espaldas. Sacudió la cabeza para quitarse el agua que amenazaba entrarle en los ojos.

—El martillo de los dioses llevará nuestra nave a nuevas tierras, a pelear con la horda, cantando y gritando —alzó la voz al cielo, arreció la lluvia y se permitió un teatral trueno—: “¡Valhalla, allá voy!

Y Luca se acostó también. No sabía si las voces que flotaban a su alrededor era la voz del alcohol o de verdaderos espíritus, que venían a decirle que este juego infantil con magias elementales era una terrible infracción que sería pagada con intereses. Porque cuando alteras el equilibrio, siempre vienen consecuencias. Cubriéndose los ojos con una mano, sonrió. Los espíritus tendrían que venir a cobrar cuando le importara.

Parvati se acostó abrazándolo y él la recibió como si fuera lo más natural del mundo, como si hubiesen sido viejos amantes. Apoyada en su pecho, ella le apartó la mano de la cara, lo miró, la invitación en esos ojos, una lluvia que estaba ahí sólo para que ellos pudieran disfrutarlo en un momento que muy pronto alcanzó proporciones de inefable.

—¿Qué? —dijo ella.
—¿Qué? —repitió Luca.
—Estás sonriendo.

Ella pasó uno de esos delicados índices por el puente de su nariz. Paró sobre su boca.

—Mentirosa, yo nunca sonrío —dijo.
—¿Nunca?
—Yo no sé lo que es eso.

Y vino un beso, sabor a éter, a hormigueo sobre la lengua. Aún después de que sus bocas se habían separado y seguían mirándose, el beso estaba ahí, envolviéndolos.

Se perdieron a Nörj cayéndose al río. Tenía casi un minuto hablando consigo mismo: una importante confesión para los oídos de un tonto.

No fue la última vez que el futuro doctor sentiría su destino permanentemente ligado al de esa mujer. No fue el único momento indescriptible. Perdida la concentración, paró la lluvia y pudieron ver a un cielo que se había lavado a sí mismo. Fue una de las mejores noches de la vida de Luca Aleggio y sus últimas horas como un hombre virgen.

De manera que sí, comprendía el lenguaje de Susana y los desesperados gritos en el anhelo del corazón. Explicarle que vivía la relación más destructiva posible (de ese tipo que pueden matarte, literalmente) habría sido una pérdida de tiempo.

El vampiro rogó. Pronto vendría el sol, le clavaría sus saetas y, goteando combustible, podría hasta explotar; nunca había visto a uno de su especie bañado en gasolina bajo el sol. Ni siquiera había escuchado de ello. Se consideró por mucho tiempo en el tope de la pirámide alimenticia y sabía que, mientras tuviera sentido común, podría hacer de su teórica inmortalidad un ejercicio práctico. Era irónico que de todos los pecados que había cometido en esa larga vida (porque no puedes pasar un par de décadas como un depredador nocturno sin que tu humanidad se erosione), el que lo llevó al inevitable final fue salir con una joven que descubrió saliendo de una pizzería, mientras él echaba gasolina. Se encaprichó. La hipnotizó. Se metió de noche en su habitación, caminó por las paredes con ella tomada de su mano. Tomó su inocencia en la azotea de su edificio.

Ahora el nigromante miraba con una mano en el bolsillo, la otra en el cigarrillo, un parcial escudo a esa cara de desprendimiento. Adrian escupió cuando sintió el sabor de la gasolina en la boca.

—No te importa si te digo que la amo, ¿verdad? —dijo.
—Realmente no.
—Entiendo. Su mamá no quiere a su hija con un parásito no-muerto y te buscó.
—A decir verdad, ella quería que te echara alguna brujería, algo horrible. No sabía que eras un vampiro, eso lo descubrí yo. Todavía no lo sabe.

Cuando Adrian sugirió que ella podía cambiar de opinión al enterarse de la naturaleza del novio, Luca recordó a los condenados a muerte que suplican que no los sienten en la silla porque la ejecución puede cancelarse en cualquier momento. Sacudió la cabeza.

—Ya, Edward —dijo—. Aguanta como un hombre.
—Maldito, déjanos en paz —volvió Susana, que consiguió el modo de quedar boca abajo.

Luca se le acercó. Se puso en cuclillas.

—Es un vampiro, ¿okey? Está aquí para alimentarse de personas como tú. De sacarte sangre, lo que te mantiene con vida, cariño. Entiendo que te gustó porque es mayor que tú y tiene poderes y tal, parte del cliché que vives. Pero te estoy haciendo un favor. Si sigues con él, vas a morir.

Susana contestó escupiéndole.

—Él nunca me haría daño. Lo conozco —dijo.

Luca se levantó, se apartó el cigarro de la boca y exhaló una corriente de humo. Se limpió con el dorso de la mano.

—Seguro. Trata de acordarte de eso la próxima vez que quieras tener una relación con un frasco de pirulín. A ver, ¡Edward!

Adrian volteó, no como el rehén, sino como la bestia cautiva que esperaba al salvajismo que le permitiría la libertad.

—¿Quién coño es Edward? —preguntó.

Luca tosió una risa.

—No me jodas. Cuéntale a tu novia de Casandra.

La chica se congeló. Porque esa era la frase que bastaba para sembrar dudas. Porque cuando amas como ella amaba, el temor de volver a un mundo en el que la otra persona ya no está es sobrecogedor, te duele en todo el cuerpo, te incapacita. Esos vientos de desengaño que venían a saludarlos a todos, porque el mismo hombre malo los conocía de trato personal.

La historia con Parvati no paró bien, como la mayoría de las relaciones que empiezan a esa edad. Ya no eran adolescentes cuando ocurrió la reunión del punto final, sino tempranos adultos. Una diferencia que no servía de nada.

Volvían a verse en el osario donde Luca realizaba sus estudios, entre polvo viejo, entre huesos, entre los fantasmas del corazón. Una semana ahí, bajo la tierra, sin hablar con su tío, sin subir a comer, sin hacer otra cosa que beber y jugar a hacer la gran investigación en el arte de las ciencias ocultas que le mantendría la mente alejada de todo el dolor que cargaba por dentro. Ella se presentó, una aparición natural en esa bóveda (varias veces habían hecho el amor sobre ese mismo suelo), por primera vez recibida con hostilidad. Con la luz de las antorchas, Luca no supo si la estaba imaginando. Si los espíritus al fin se decidían a volverlo loco.

—Vete —dijo. No le importaba si era una ilusión.

Parvati avanzó. Vino maquillada, con su bolso colgándole del antebrazo, con su falda y sus botas hasta la rodilla y una parte del ego ridículo masculino en él le hizo pensar que se arregló porque quería seducirlo. Por dentro, no obstante, sabía que se había puesto bonita para el otro. ¿O es que ahora Luca era el otro? No importaba.

—Vengo a despedirme.
—Qué considerada. Déjame en paz, Parvati. O no respondo.
—Haz lo que quieras, Luca, no voy a pelear contigo. Creo que eso ha quedado claro.

El deseo de echársele encima con un abrazo y comérsela a besos era tan intenso que tuvo que poner distancia. Las palmas de sus manos clamaban la piel de la mujer.

—No entiendo qué haces aquí —se giró y recogió la botella del suelo. Bebió una bocanada.
—Ya te dije. Me voy.
—De verdad que sí.
—De Italia, Luca. De Europa.

Le paró el corazón. La respiración se detuvo y le hizo los pulmones pesados. Se volteó. La naturalidad con la que ese momento se producía era tan seca que resultaba nauseabunda. Quería vomitar.

—Ya te dije, es mi familia —dijo Parvati—. Tengo un destino qué cumplir.

Luca soltó la botella y fue a ella con pasos agigantados. La sujetó entre sus brazos.

—Quédate. Conmigo, vamos a fugarnos ahora.
—¿Fugarnos a dónd…
—¡No importa! He ahorrado plata y somos brujos, sobreviviremos por nuestra cuenta.

Con la lentitud del aplomo, ella se apartó las manos de su ex.

—No —dijo—. Tengo que hacer esto. No depende ni de ti, ni de mí.
—Si sales por esa puerta, se acabó. No me busques más nunca.
—¿No entiendes que todavía te amo? —arrugó el entrecejo— ¿Quieres dejar de tratarme como si yo fuera tu enemiga?
—¡Entonces vente conmigo!

La voz del nigromante hizo eco, espantó a los murciélagos.

Parvati meditó, sin señal de si era en él o en la situación. Suspiró. Dio media vuelta y se alejó, en todos los sentidos posibles.

Luca lloró. Lágrimas que salieron involuntarias de sus ojos, acariciándole las mejillas como alguna vez ella lo hizo con sus dedos. Gotas saladas que terminaron en una boca contraída en un rictus de dolor, de rabia, de odio.

—¿Ya te acostaste con él? —preguntó, porque era lo más doloroso que pensó.
—¿Por qué necesitas hacer esas putas preguntas, por dios? —la respuesta vino con la violencia de una cachetada.
—Porque necesito odiarte. Si sigo enamorado de ti, me voy a morir.

A Parvati se le cortó la respiración. No hizo contacto visual. Siguió caminando hacia el umbral de las catacumbas, a las escaleras que la llevarían al mundo de los vivos, un mundo que no lo incluía a él sino como el tipo al que una vez le hizo promesas que habían perdido significado.

Se detuvo en el umbral.

—¿Cuál crees que fue la cumbre de nuestra relación? —preguntó— ¿Cuándo me casé con otro hombre o cuando me maldijiste y casi me matas?

No hubo respuesta, ni la habría. Ella se fue, dejando a su sombra para que lo acompañara e incluso ella también se marchó. Luca no pudo reaccionar en ese instante y, en las horas siguientes, le sorprendió su incapacidad para abrirse y llorar, en duelo por lo que había sido y ya nunca más será. Eventualmente lloró, el sentimiento tomándolo por sorpresa cuando salía de su habitación hacia la ducha, dos días después. Un dolor que jamás había experimentado y que no dejaba de escocer, nunca.

—Vivirás —le dijo a Susana—. Vas a estar bien.

La chica no registró la frase. Porque no quería estar bien, lo que quería era estar con su novio.  Y el vampiro seguía goteando, contemplando los que, entendía, eran sus últimos segundos, con la última muerte a la vista. No era sencillo su dilema: ver al mundo a tu alrededor envejecer mientras permaneces igual. Cambia el entorno, las modas y la gente, pero tú sigues siendo el mismo. Y llega un punto en el que tu mente ha envejecido tanto que te has clavado en el tiempo. Nadie se imagina cuán cierto es eso de “loro viejo no aprende a hablar”. Te levantas una noche para darte cuenta de que vives en un mundo con el que no te puedes identificar, porque no es la tierra de los vivos la que envejece —eres tú. Todo se renueva, todo re-inicia, menos el condenado a vivir para siempre. Solventas las noches monótonas con juegos, con cacería, con seducciones y eventualmente con compañía. Pero ¿cómo podrían esas muchachas relacionarse con él? Nunca podrían hablar con profundidad porque ellas no entenderían lo que es pasarte de noche en noche tomando sangre, cuidando de no matar a nadie, atento a la fuerza con que los latidos del corazón bombean, pero por muy cuidadoso que seas, tarde o temprano pierdes la cabeza y te entregas, bebes apasionado, abrazando, mordiendo la carne, desnuda tu naturaleza humana mezclada con esa cosa primitiva que ha anidado en tu alma. Y cuando vuelves en ti, tu inocente donante permanece muerto entre tus brazos.

La primera muerte duele. Obsesiona. Pero conforme sigue ocurriendo, deja de importar.

Y ni hablar de todas las personas que Adrian había matado con intención, los que de una forma u otra terminaron provocándolo. No se consideraba malvado, pero se sabía un irredimible pecador. No conocía a un vampiro que no lo fuera.

—¿Quién es Casandra, Adrian? —preguntó Susana.

¿Qué opción le quedaba? Hacerla vampiro a ella también. ¿Y luego qué? Pasar un par de décadas juntos hasta que un día ella se ha cansado y quiere explorar al mundo por su cuenta, porque ya no será la Susana que respiraba sino una criatura de la noche, eminentemente egoísta, con creatividad muerta, otro solitario depredador que se junta con su especie por conveniencia. Una noche, estará tan deprimida que creará a otro condenado que le haga compañía. Y el ciclo nunca se detiene.

No. Nunca podría mancillarla.

Prefería morir. De hecho, eso es lo que iba a pasar.

—Dile —invitó Luca—. Vas a hablarle de Casandra y vas a decir la verdad.

La última parte de la frase la sintió como una orden innegable. Un hormigueo dentro de sus muertos huesos.

—Casandra es mi ex —dijo—. La conocí hace unos quince años y por mucho tiempo fue todo lo que necesité. Vimos juntos al mundo. No puedo hacer énfasis suficiente en lo importante que fue para mí, todas las veces en las que su sonrisa me mantuvo vivo. La maté. Me había ofrecido su sangre, como muchas veces, como lo has hecho tú, y yo acepté. Ella no tenía la misma cantidad que siempre. Siempre he sospechado que había otro vampiro que tomaba de ella. El punto es que bebí como siempre lo hice… y murió.

Luca cruzó los brazos.

El vampiro agregó que quiso a Casandra de verdad, o por lo menos “todo lo que la habría podido querer”, cosa que no hizo la menor diferencia cuando la verdad es que si él nunca se hubiese cruzado en su camino, ella habría vivido una vida normal, se habría casado con un hombre más adecuado y ya, felices para siempre.

—Eso es todo lo que he aprendido, en noventa años —dijo Adrian—: el amor nunca termina bien.

Nadie pudo añadir algo más. Porque por mucho que Luca odiara al cliché del vampiro con la muchachita, el tipo tenía razón. Era un anciano en un cuerpo joven, algo de sabiduría debía tener.

Susana empezó a rezarse una serie de negaciones, que era lo único que podía hacer en ese estado. Un momento kodak: un vampiro de rodillas, goteando ámbar, una jovencita atada en el suelo como un capullo y un hombre con cabello de telaraña entre los dos, fumándose un cigarro, esperando al sol. ¿Qué podía decirle a la chica que hiciera su dolor más llevadero? Se había enamorado y ahora le esperaba un dolor absurdo en su magnitud. Omnipotente, constantemente presente. Se sabría siempre al borde del colapso, como si en cualquier momento fuera a vomitar, como si a mitad de una frase el gran sentimiento de pérdida la golpearía en la cara, arrastrándola al llanto. Porque así es el dolor después de que amas: duele todo el tiempo, en todo el cuerpo. Es como si ya no tuvieras alma. Es la muerte de alguien, es una ausencia que no se puede llenar con nada, que nadie puede sustituir. Y si Luca sabía de algo, era de cosas muertas. Un corazón roto es lo más cerca que vas a llegar. Duele tanto que es estúpido.

Una larga calada al cigarrillo, llenando los espacios con humo, con alquitrán, con arsénico. Químicos. Algo que ocupara los puestos vacíos.

—A lo mejor no pasa nada —dijo Susana, a nadie en particular—. A lo mejor sale el sol y… brillas.
—Realmente —contestó Luca—, se cubrirá de fuego. La gasolina lo hará arder tan rápido que chispeará, pequeños meteoritos hacia los lados. Si lo piensas, eso es casi como brillar.
—Entiendo que hagas esto —dijo Adrian—, lo que no entiendo es por qué la crueldad.

No era la primera vez que le decían algo así, en circunstancias parecidas.

Para ser precisos, fue Verónica, la chama con la que salió cuando regresó a Venezuela. La conoció después de compartir un metrobús juntos. Era tarde y ella le preguntó si podía acompañarla a la puerta de su edificio porque le daba miedo.

—A menos que tú seas un malandro y seas tú el que me va a robar —agregó.
—Estás a salvo conmigo —contestó él con una sonrisa.

Y la conversación fluyó desde ahí. Se presentaron, rieron más, se separaron y Luca la agregó en Facebook. Por muy antisocial que se declarara, la verdad es que se estaba sintiendo solo, sin amigos en una ciudad hostil. Cuando la añadió, no buscaba una relación romántica.

A las tres semanas, salieron por unos tragos y, varios vodkas más tarde, ella dijo que había varios tipos pendientes de ella, “pero el que más me gusta eres tú”. Supo el nigromante, entonces, que si jugaba sus cartas bien, la noche tendría un final feliz. No adivinó que ese rollo de una noche se convertiría en un rollo de año y medio y que se decepcionaría ante el hecho de que cuando llegó el final, él tenía rato viéndolo acercar pero a ella la tomó por sorpresa.

—¿Qué me quieres decir? —dijo Vero esa tarde cuando vio el camino por el que Luca transitaba.
—Que creo que sería mejor para los dos si dejamos de vernos.

La idea tomó un par de segundos para ser digerida. Verónica se levantó del sofá en el que estaban recostados y tomó el sillón contiguo. Marcando la distancia.

—¿Es en serio?
—Síp.

Una risa nerviosa escapó por la O entre sus labios. Se tocó la mandíbula con la punta de los dedos; estaba tomando la noticia como lo habría hecho una villana de televisión.

—¿Y puedo por lo menos preguntar por qué?
—Yo preferiría que no.
—No, Luca, dime. Creo que es lo mínimo que me merezco, ¿no?
—¿Qué quieres escuchar?

Verónica estiró la mano al control remoto, todavía en el sofá. Apagó la televisión.

—Quiero que me digas la verdad, no lo que yo quiera escuchar.
—La verdad es que eres aburrida. Me frustra demasiado tu poco interés por el mundo a tu alrededor, tu casi nula curiosidad intelectual, que no leas, que en tu perfil de Facebook, lo único que sale en tus intereses es “Los Leones del Caracas y Gilmore Girls”.

Estaba siendo demasiado sincero. Verónica no sabía si reaccionar con rabia o con dolor, así que cruzó los brazos. Sacudió la cabeza.

—¿Me estás cortando por algo que sale en mi página de Facebook?
—No, Verónica, es sólo un indicativo, ¿me entiendes? Estoy cansado de sentir que no me oyes. Que te hablo y lo que te digo te da igual, que mis intereses no son nada para ti. Bajé aquel documental sobre los juicios de Salem porque quería verlo contigo y te dormiste. Varias veces. ¿Cuánto te he pedido que, por ejemplo, me llames antes de visitarme?
—Es que no entiendo el por qué —no tenía cabello cayéndole en la cara, pero igual se lo apartó—. Es como si escondieras algo.
—Coño, el motivo es que soy un hombre que vive solo y a veces me provoca pasearme por el apartamento en bóxers. Es tan simple como que si vas a verme, prefiero que me avises para bañarme y acomodar un poco el apartamento. Me da comodidad. Yo hago todo lo que puedo para que tú estés cómoda, ¿y tú no puedes hacer ese simple acto por mí?
—Un proceso para ver a mi novio.

Luca bufó. Sus manos reposaron entre sus rodillas.

—Ni siquiera puedes entender cuando eres egoísta, Verónica. Por eso es que te corto.
—Ahora soy egoísta. Yo, que siempre te oigo.
—¿Te parece? —un fuego empezaba a arderle dentro de las venas; era por esto que no quería explicarse—: Dime cómo se llama mi papá. Dime qué hago para ganarme la vida.
—Eres doctor, Luca —ya se decidió; reaccionaría con rabia.
—No, no lo soy.
—¿Ah, no? ¿Qué haces, entonces?
—Soy brujo.

Verónica se levantó como si el sillón se hubiese puesto al rojo vivo.

—Luca, estoy hablando en serio, por dios.
—Yo también. No me miras a la cara cuando te hablo, ¿crees que no me he fijado? Lo más ridículo de todo esto es que te juro que hubo un momento en el que creí que podía quererte. Casi lo dejo todo por ti, me creí la paja del “final feliz”.

La mujer volvió a cruzar los brazos. Su silueta curvilínea quedó dibujada a trasluz por delante del balcón del apartamento.

—¿Y es que no me quieres? —preguntó.
—Déjame ponerlo así: anteayer salí a tomarme un café con Mary, la chama que entrevisté para el puesto de secretaria. Y la pasé bien. Nos reímos y ella me preguntaba cosas de mí y estaba entusiasmada ante la posibilidad de volver a vernos. Me hizo sentir bien sobre mí mismo, lo suficiente como para darme cuenta de que tengo meses que no me siento así contigo.
—O sea que… quieres estar con otra.
—Esto es ridículo. Me voy.

Luca se levantó y Verónica le apresó un brazo.

—No —insistió—, explícame.
—¿No te das cuenta? Desearía que tú fueras así. Tú no necesitas un novio, Verónica, necesitas al sumo pontífice de una religión que te venere. Has sido la peor novia que he tenido. Ábreme la puerta.

La revelación la asaltó como un puñetazo directo, con fuerza tal como para hacerla retroceder. Separó los brazos y se cubrió la boca con las manos. Parecía que su cuerpo luchaba por encogerse.

—Eso es lo más cruel que me han dicho en mi vida —dijo.

Probablemente era cierto, ¿pero era algo que Luca inventó para herir? No. Ni siquiera era culpa de ella; una mujer que ha sido consentida desde la cuna, que todo lo que ha tenido que hacer ha sido pedir algo para que hombres, cegados por su belleza (hombres como él), se lo dieran. Tan sencillo como que ha aprendido que el mundo es su ostra y las negativas no existen. Era popular entre los amigos de Vero la historia del ex que se cortó su larga cabellera de años porque ella le dijo que ya no le quedaba bien —vale acotar, cuando eso pasó ya no eran novios. En las relaciones, hay gente que da y gente que sólo toma. Luca entendió con dolor que Vero era de la segunda clase, que nunca había tenido que luchar por un amante. La idea del sacrificio por otra persona le era un concepto abstracto.

Tengo que salir de aquí, pensó Luca. Me voy a volver loco.

—Por mucho tiempo lo que sentí por ti me bastó para sentirme bien, pero ahora ese mismo sentimiento se ha puesto en mi contra —dijo—. Por cierto, sé de esos besos que te diste con Danny.

Verónica volvió a llevarse una mano al rostro. La mano de muñeca temblando, la mirada vidriosa, la boca de repente seca. Volvió a sentarse, con algo muy importante dibujado en el suelo, algo que la tenía concentrada, que capturaba toda su atención. El labio inferior le temblaba. La habitación redujo su tamaño varias tallas.

—¿Quién te lo dijo?
—Nadie. Soy brujo —alcanzó un cigarrillo en el bolsillo de su pantalón. Se lo llevó a la boca—. “Siete años de mala suerte” va a parecerle un idilio a ese gordo pajúo cuando termine con él.

Como Verónica se había congelado, hundida en el extremo de la pasividad, Luca decidió tomar la iniciativa. Encendió el extremo del pitillo y dijo:

—Ábreme la puerta.

Ella obedeció, como si fuera otro de los cadáveres que él reanimaba. Seguía enfocada en ese patrón invisible en el suelo, siempre a pocos pasos por delante de ella, andando sobre sus pies descalzos con pasos mudos.

Abrió la puerta.

Abrió la reja.

Luca salió del apartamento. Una mano en el bolsillo, la otra agarrando el cigarrillo, inhaló y exhaló una corriente gris.

—¿Sabes? Es posible que en el futuro, otro hombre se canse de ti y te termine. Conociéndote, vas a pensar que la relación se acabó por muerte natural. O porque el carajo es un güevón que no te supo valorar. O porque se tomaron decisiones y las cosas pasaron. Yo te estoy diciendo ahora, para que nunca se te olvide, que la verdadera razón será que el tipo se habrá dado cuenta de que tu cuerpo no vale la pena tu actitud.

—Eres inhumano —dijeron Susana y Verónica—. Te odio.

La verdad es, Vero, que siento que si yo me cayera al infierno, tú me abandonarías. No meterías la mano para salvarme. Es lo que tus hechos me han demostrado, que no he sido para ti más que un pie de página. Que no derramarías ni una lágrima. Es curioso que yo lidie con la muerte todo el tiempo y seas tú la que me abandone. Aquello a lo que me dijiste que más le temes, que te dejen sola, y es justo lo que me hiciste. Por eso me marcho. Sin drama, sin ceremonia, en mis propios términos. Y sabrás que hasta tiene sentido, la vaina, ¿cómo es que es? “Nadie llora por el hombre malo”. 

Luca dejó que el viento matutino se le posara sobre los poros y le enfriara la carne.

—El odio es bueno —dijo—. Te mantiene luchando.



Miró hacia las montañas, a las siluetas de las quintas. Rayos violetas asomaban. El tiempo se acercaba, para borrar esta situación con un manotón de cenizas. La actuación estelar de Adrian, como “La Estrella Fugaz”.

Sí, insensibilidad como mecanismo de defensa.

No era necesario, pero prefería quedarse; no se sentía muy honesto cobrando la otra mitad del pago sin haber visto con sus propios ojos la muerte del no-vivo hematófago. Se acercó a su carro anónimo y se recostó sobre el capó. Se puso a tararear L.A. Woman.

El cuerpo de Adrian empezó a humear, un sonido de hojas secas rompiéndose. Luca ya había visto a un vampiro a la luz del sol, la forma en la que la piel se les chamusca, poniéndose negra, agrietándose hasta el hueso. Adrian gritó porque hubo mucho más que humo y cenizas, hubo fuego, hubo un infierno que se tragó a su voz y a la voz de Susana, que viviría con esa imagen hasta el final de sus días. El maldito se desintegró. La piel se le levantó en hojarascas, con una tinta negra que ganaba terreno sobre su cuerpo, antecediendo a llamas azules, naranjas y rojas. Se convirtió en una estatua de fuego en la que no se reconocía una base. Sus huesos quedaron diseminados, entre una arena gris que seguía consumiéndose, una fogata que no dejaría de arder hasta que ya no quedara más nada que arrasar. El viento se lo fue llevando. No habrá tomado más de un minuto.

Lo que siguió fue confuso, sucediéndose en una corriente onírica, con el cuerpo de Luca forzándose a actuar, cortándole las banditas plásticas a Susana, dejándola ir al montículo que representaba el estilo de vida que ella había llevado y que ya no volvería más. La vio llorar con las manos entre la candela, un llanto a plena voz, con garganta cortada, sin que suficiente aire le entrara en los pulmones. Él mantuvo una respetuosa distancia. Había perdido el interés en el cinismo y no se habría admitido ni siquiera a sí mismo que era porque se identificaba con ella. Porque había estado en ese mismo lugar emocional y no se habría perdonado el hacerle alguna burla. Ya había tenido suficiente con ver a todos los sueños convertirse en hadas incandescentes.

Al menos tú tienes a alguien que llore por ti, Adrian.

Mañana, el sol volvería a salir en el mundo de Susana, aunque ya nada sería igual. Y podía aceptar que todos los planes hechos en la ebriedad del amor no ocurrirían jamás, o mortificarse con ello hasta que su cuerpo y su alma se rindieran y la dejaran morir. ¿Qué había hecho, entonces, el nigromante? Empujándola a la depresión, ¿qué bien le causó? Causándole una herida que nunca terminaría de sanar, ¿aceptó el trabajo para salvarla? No. Y si lo había hecho, esta era la cuasi-vida que le regalaba. Aceptó por dinero. Una cantidad con la que tendría que taparse los oídos para no oír este llanto. Y se gastaría hasta el último centavo, sin golpes de pecho. Cargando, como siempre, las cicatrices de los pecados bien marcadas en el pecho, nunca en la espalda.

Tomó una hora y cuarto más para que el dolor de la muchacha cediera por un rato. Tenía los vellos de los brazos quemados sobre una piel enrojecida. Ya no seguía de rodillas ante su viejo amante, ahora estaba acostada, posición fetal, temblando, con los dientes castañeando. Luca se acercó. Sus pasos crujieron sobre el asfalto, magnificados por el silencio que deja la ausencia del mundo.

Esperó.

—¿Puedes devolvérmelo? —preguntó Susana en un murmullo.
—No —contestó en otro.

Dicen que para que una relación se supere, las personas deben pasar separados la mitad del tiempo que pasaron juntos. Viendo a la chica, Luca deseó que fuera verdad, que al menos a ella se le cumpliera esa máxima. Porque para él no había servido. Vio a Parvati el diciembre pasado, cuando ella pasó por Venezuela en un viaje de tres días, sin avisarle de dónde venía, a dónde iba, dónde se quedaba o qué iba a hacer. Cuando él leyó su nombre en la bandeja de entrada de su email, el corazón le dio un pisotón que retumbó. Ella quería verlo, él aceptó y la citó en el Friday’s del Tolón.

La consiguió de espaldas y supo que era ella. Una mujer que desafiaba las expectativas, entró en el escenario sin saber qué era lo que iba a ocurrir esa noche. Se sentaron, Luca pidió unos mojitos y el muchacho del sombrero colorido tardó para traerlos.

El tiempo no había pasado. Era ella otra vez, con su sonrisa afinada, su cabello azabache, sus ojos delineados, su risa que se disparaba, se detenía como conteniéndose en sí misma y empezaba otra vez. Luca no quería saber si seguía casada, pero como era el gran elefante en la habitación (no había anillo en ese dedo) y Parvati no daba comentarios delatores, se atrevió a preguntar.

—Hmmm, sí, sigo casada.
—Con el mismo tipo.
—Con el mismo tipo.
—Wow.

Luca bebió del mojito, a la salud de todas las estupideces que preguntamos y que realmente no queremos saber.

—Hace poco renovamos los votos —continuó ella y él supo que era su culpa, por metiche—. Me pidió que me casara con él otra vez delante de la esfinge de Giza. Un viaje que tomamos por negocios y que él se las ingenió para volver de placer. Y después de eso, después de que le dije que sí…

A Luca le daba una arrechera infantil la forma en la que a ella le brillaban los ojos.

—…Me llevó a ver en vivo a la orquesta egipcia. Y terminamos comiendo el mejor helado del mundo.
—¿En serio? —otro trago—, ¿Helado?

Ella lo miró con una ceja alzada y esa sonrisa de bordes agudos. El alzó sus cejas, encogió los hombros y distrajo el tema. Tardó para que Parvati le acariciara el dorso de la mano.

—¿Y tú cuándo vas a casarte? —preguntó.

Esta mujer lo hacía beber rápido.

—Nunca —contestó, viendo uno de los bufonescos sombreros en los camareros—. El matrimonio es una institución sobrevalorada. No significa nada. ¿Qué se supone que haces después, tienes hijos y te pones viejo? Me da asquito imaginarme una vida así. En serio, quédate con el concepto si te ha funcionado, porque eso no es para mí. De pana.

Ella retiró la mano y un silencio pesó entre los dos.

—Espero que cambies de opinión —dijo—. Algún día.

Luca no quiso preguntar por qué, temiendo que la respuesta fuera “porque a mí me ha hecho muy feliz”. Así de sencillo, la reunión se puso burda de chimba, burda de rápido.

—¿Has seguido invocando demonios? —preguntó Parvati.

Un método de apaciguar la tensión, con el éxito que cabría esperar, porque ellos nunca serían amigos. Uno no puede pasar de todo lo que hicieron a la distancia de la amistad. Algo dentro de ellos estaría enamorado el uno del otro hasta la muerte. Y quién sabe después.

—No, pero a veces se comunican conmigo —Luca se reclinó y confirmó cuánto quedaba en su vaso—. Por cierto que el último con el que hablé fue con Abbalam. Me dijo que se acuerda de ti. Te deseó muy buena suerte en tu vida marital y fue muy específico sobre comerse a tu primogénito.
—Eso es muy lindo. La primera parte, quiero decir.

Parvati bebió un trago, dejando poco, de forma que después de estos tragos, él podría pagar y se acabó.

—¿Te especificó cuándo planeaba hacerlo? —preguntó ella.
—No. ¿Por qué, planeas salir embarazada pronto?
—En realidad no, pero ¿cómo sabré para esperarlo?

Luca apuró el resto del vaso y se puso de pie, virutas de menta sobre su lengua.

—Yo te aconsejo que siempre tengas al niño sazonado. Me tengo que ir.

Hubo un hálito de decepción en la druida, tenue, el que se da cuando ocurre algo que no quieres, pero sobre lo que nada se puede hacer. Bebió el dedo de mojito que le faltaba, agarró su cartera y se paró.

—Vamos, pues —dijo.

Dijo un gran hombre, “De todas las precipitadas promesas hechas a medianoche en nombre del amor, ninguna era más fácil de romper que ‘Nunca te abandonaré’”.

Luca se quitó la chaqueta. El aire diurno caraqueño tarda en ofrecer cobijo, así que se la echó a Susana sobre los hombros. Tardó para ponerla de pie, en hacerle entender que la llevaría a su casa. No hubo golpes inútiles de venganza llorona, sólo resignación. Lo único que valía la pena impedir ya ocurrió. Todo lo demás que trajera el futuro a ella le daba igual. Entraron al carro, el motor despertó con un ronquido y se adentraron en el naciente tráfico de la ciudad.

—Se acabó —dijo ella, apoyando la frente en el cristal de la ventanilla.

El nigromante recordó la emoción en su pecho cuando se despidió de Parvati. Las palabras en la mirada de ella que ningún lenguaje podría nunca reproducir. Anticipó una infinidad de noches preguntándose si, de haberse atrevido a darle un beso, ella lo habría correspondido. Sería otra infinidad para concluir si ella estaría pensando lo mismo.

Sus ojos. Esos ojos, viéndolo, penetrando en la propia esencia de su ser.

“En mi nada, lo fuiste todo para mí”.

—No, Susana. Nada termina jamás.


2 comentarios:

G. dijo...

No hay palabras para describir el encanto.

Victor Drax dijo...

Una historia que debía ser escrita.

Gracias, Gaby.

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