10:45 p.m.
Los hombres cruzaron las defensas de aluminio (de cerca parecen placa sobre placa de latón) que separan a la autopista del Guaire. Más allá, una pendiente, vegetación de pantano y el río mismo, en todo su ocre y oloroso esplendor. Con una mano en el pecho, en una pose que recordaba a los cuadros de Napoleón Bonaparte, Luca inspiró profundo.
—¿Hueles eso? No es el aroma del éxito.
El otro bajó el arenoso arcén. Torpe al principio, buscaba que sus botas montañeras tuvieran asidero en un terreno que no sólo no estaba hecho para ser cruzado, sino que te era hostil si lo intentabas. Uno de esos lugares que la naturaleza ha reclamado para sí y no va a soportar tus mariqueras de caballero aventurero.
Montado sobre el hombro, un saco del que sobresalía una escopeta y una pica.
—Vamos, Luca.
El hombre de negro no se movió.
—¿Sabes lo que pasa si damos un mal paso, no? Vamos a caer en un río de mierda, literalmente.
—Estoy tratando de no pensar en eso.
—¿Sabes qué es más efectivo? Irnos.
El del saco extendió una mano hacia el interlocutor.
—Vamos. Yo te sostengo.
—Y te sumo peso y nos caemos los dos. No.
Una breve mirada y el saco se posó en el suelo.
—¿No estarás pensando en irte?
—Siempre estoy pensando en irme, desde que te presentaste en mi casa. Existe un invento llamado “teléfono”. Nos habría hecho más cómoda la charla.
—Igual viniste.
—No me lo eches en cara —Luca comenzó el descenso—. Esta es la idea más estúpida con la que he estado de acuerdo.
—Estás haciendo lo correcto —fue el recibimiento cuando ambos estuvieron al mismo nivel.
—Sí, Tony. Este es el olor del bien.
—Por favor. Vamos.
Se repitió la escena: el primer hombre agarró el saco, se lo echó al hombro y siguió bajando, el otro se quedó mirando. Era un saco de gimnasio, vertical y del largo de toda la espalda. Era un pequeño milagro, Luca pensó, que Tony no tuviera una especie de joroba. De por sí era milagroso que Tony alcanzara los cuarenta y seis años. Bajaba por la pendiente como un gato. Un gato viejo, pero gato al fin.
—¿Qué es de la vida de Nina? —preguntó Luca, en cuclillas.
—Ten cuidado con las piedras, no apoyes el pie.
—Burda de bonita. Unos ojazos.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
—¿No te da ninguna señal que no te la haya mencionado?
—No. Nunca hablamos, Tony, ¿sabes?
Tony se detuvo. Se aguantó de un arbusto que emergía de la tierra como los huesos torcidos de la ciudad.
—Nina me dejó. Hace diez meses. Se llevó todas sus cosas.
—¿En serio? ¿Y todavía cuentas el tiempo?
—¿Qué intentas decir? Ya, sácalo de una vez.
—No te me pongas a la defensiva.
—No, en serio. Ya basta, la mala actitud, la ladilla con todo lo que digo; te quejas más que un camión de cochinos. Habla, Luca, sácalo de una vez para que podamos continuar.
El nigromante bajó un paso. Luego otro. Suspiró, cerrando los ojos, acostumbrándose al aroma natural de los desechos de la ciudad.
—¿Por qué crees que Nina te dejó?
—A ver.
—En serio.
—Dime. Cuéntame por qué Luca Aleggio cree que mi pareja me dejó.
Por un momento, Luca se arrepintió de haber traído al debate contra esta esquina. Si había algo bueno de este momento es que podía decir lo que venía sin tener que ver a Antonio a los ojos.
—Ponte en sus zapatos —dijo—. Este estilo de vida que traes. Sales de noche y me imagino que llegas a la casa bañado en sangre. Las noches en que llegas. Te pasas los días persiguiendo bichos y ella no sabe si, cuando sales por la puerta, te va a joder un choro, un policía o la casita del terror. Si me preguntas a mí, duraron demasiado, más bien. Te debió querer mucho.
Estudió el terreno, apoyó las palmas y bajó poco a poco. En su visión periférica, una bolsa de mercado estaba atrapada entre el cauce y un puñado de ramas. Era fácil concentrarse en ella porque era blanca y gemía con la misma voz del agua, hablaban el mismo idioma.
—No representas un futuro para nadie, Tony.
—¿Sabes por qué me eligió a mí y no a ti? —fue la respuesta inmediata.
—Ilumíname con tu brillante introspección.
—Tanto por quién eres como por lo que eres. La muerte baila a tu alrededor. Yo tuve año y medio de satisfacción. ¿Cuánto tuviste tú, diez minutos?
—Creo que…
Volvieron a estar al mismo nivel de la pendiente.
—…lo que podemos concluir es que somos los secretos caminantes de la ciudad. Este río nos es apropiado. Aquí se reúne todo lo que Caracas no quiere ver. Felíz San Valentín.
—Estás muy poético.
—No me jodas. ¿”La muerte baila a tu alrededor”?
Tony dejó morir al debate. A orillas del río ya, con un flujo pacífico pero traicionero. Bien podías navegar por el Guaire como ser arrastrado y consumido, sin que el río se detuviera a considerarte. Ha comido cosas peores que tú.
—Sólo un subnormal podría pensar en hacer… —Luca llegó a la orilla, con paranoico pudor— un sancocho aquí.
—¿Sabes que echaron para atrás ese proyecto?
—No lo sabía, pero es obvio. ¿Y ahora?
Tony se sacó una linterna del bolsillo de la chaqueta. Larga y plateada, parecía un control remoto con un sol al extremo, esperando para un amanecer personal. Hágase la luz.
—Ahora buscamos la cueva —dijo.
—Qué emocionante. ¿Qué tal si apagas esa linterna?
—No confío en esta orilla.
Echaron a andar en fila india, con el reflector de Tony prediciendo los pasos para los dos.
—Yo no confío en los pacos que nos van a parar cuando vean que rondamos un río en el que dejan cadáveres botados.
Tony dio media vuelta.
—Estamos en Baruta —dijo.
—¿Y?
—Si nos para la policía, ¿cuál prefieres que lo haga, Polibaruta o la PM?
El nigromante reflexionó por un par de segundos.
—Okey —dijo.
Volvieron a caminar.
Por encima de ellos, en la autopista, la ciudad volvía a sus casas. El día había sido largo, el tráfico inclemente y el mañana no dejaría cuartel.
—¿Estás seguro de que son necrófagos? —preguntó Luca.
—Sí.
—Porque los necrófagos comen muertos. Por eso se llaman así.
—Estoy seguro.
—No atacan gente viva. A menos que sean niños o muy viejos y débiles.
Tony se detuvo otra vez.
—Es lo único bueno que tienen los necró…
—Tengo dos meses persiguiéndolos, Luca —habló por encima del hombro—. Los vi arrastrando a un niño hasta la cueva.
—La cueva a la que vamos. Necrófagos agresivos. Y venimos a atacarlos de noche.
—No tengo tres días en esto —se reinició la caminata—. De día sería impensable. Los necrófagos rondan los cementerios, que tengan esta cueva ya es raro. No sé cómo, pero se organizaron y están matando a los niños que duermen por aquí.
—¿Cómo sabes que son ellos y no algún sádico tipo El Comegente?
—No me porfíes.
Quince segundos de paz, puntuados por espacios en los que el sol iluminaba los rincones.
—¿Sabes que esos niños que los necrófagos se comen son lacritas, choritos y los asesinos del mañana?
Tony apuntó la linterna directo al rostro del nigromante. Pudo ver cómo las pupilas se encogieron.
—Tienes una negatividad insufrible, Luca. Imagino que tienes cualquier cantidad de amigos.
—Quítame la luz de la cara.
La petición tardó en ser cumplida.
—Son personas. Y son niños. Mal que bien, son vidas humanas.
—Qué lindo, estoy cazando monstruos con el Capitán América —Luca se revisó el torso y chasqueó la lengua. De todas las noches en que pudo olvidar sus cigarros, tuvo que hacerlo en esta. Era una vergüenza como fumador:—. Te voy a echar una historia, Capi. Hace cosa de año y medio, esos carajitos apuñalearon a un trabajador en Plaza Altamira. Lo asaltaron, el tipo no les quiso dar lo que trabajó ese día y le metieron un cuchillo en el cuello. Esos carajitos, Tony. Y si no fueron ellos, se parecen igualitos.
—Me das asco.
—Entiendo tu charla de “ayudemos a los que no tuvieron las oportunidades de entender”, está comprobado que la solución es la regeneración social, pero ¿no has hablado nunca con un muerto por causas violentas? Porque yo sí. Y te digo, el violín más pequeño del mundo toca por los asesinos. No quiero sonar indiferente, pero que se jodan. Si esos necrófagos nos cojen y nos joden, me voy a arrechar demasiado sabiendo que entregué mi vida por unos malditos que se dedican a arrancársela a los demás.
El hombre del faro bajó la luz.
El río fluía en un sentido, los carros en otro. El gélido viento le alborotaba una picazón en la tráquea que se traducía en el augurio de una tos. Volvería a tener gripe que quizá degeneraría en una enfermedad pulmonar, no sería la primera vez. Y eso era si sobrevivía lo que estaba por ocurrir. Confiaba en sí mismo, sabía que sus posibilidades de triunfar eran buenas. Y mañana miraría al tráfico, con sus hinchados autobuses y sus cancerígenos motorizados, sin tener ni más ni menos que la mañana de ayer.
—¿Tienes un cigarro, Tony? Sé que la pregunta es estúpida.
—Tienes razón —murmuró.
—¿Qué?
—Nada —alzó la linterna otra vez—. Igualito, están empezando con niños de la calle, le agarran el sabor a la carne humana. Mañana podrían atacar a muchachos inocentes. Jóvenes incapaces de lastimar a nadie. No quiero vivir con esa posibilidad.
Iluminando medio metro más alante, un promontorio de rocas removidas. O era una choza improvisada o era algo digno de ser investigado. Se adentraban en esta tierra de nadie y el río los había tolerado demasiado. Cada paso los alejaba de la camioneta de Tony, a un lado de la autopista, que bien podía estar en las manos de cualquier atracador ahorita, rumbo a ser la herramienta con la que secuestrarían a alguien. La cadena de favores funciona corrompida en la noche de esta ciudad.
Luca se detuvo.
—Uhm… voy a decirlo —anunció.
—No.
—No sé si te has dado cuenta, pero ¿le has prestado atención a la juventud de esta patria grande? Herederos de más de doscientos años de luchas, de una sociedad que ha podido aprender de todas las metidas de pata de la humanidad desde la cuna de la civilización, la generación más privilegiada desde que el primer indio decidió hacerse un círculo social cerca de su churuata y míralos: estúpidos, sin sentido de quiénes son y sin que ello les importe. Tienen a toda la información que quieran al alcance de un click y les importa es verse bien para poder encajar mejor en círculos de muchachitos afrancesados. Estos no son los hijos de La Era de Acuario, Tony. No es una generación de héroes. Es la generación muerta, los que tuvieron la oportunidad y la dejaron pasar porque la tele tenía algo más interesante. Niños que toman prozac porque papi no les compró un camión de bomberos a los cinco años. Si esos necrófagos deciden subir en la pirámide alimenticia, hey, es evolución.
—¿Ya?
—Una generación de idiotas que se lo creyó cuando la tele les dijo que ser artistas famosos solucionaría todos los problemas de la vida. Ya.
—Qué bueno.
Llegaron a las rocas, los trapos y los escombros. Con el pie, Tony removió aquello, llevando el deseo momentáneo de estar equivocado y que saliera algún indigente a pedirles que lo dejaran en paz.
En vez, una boca bajando por la tierra se abrió.
Ni siquiera el cuerpo del río podía disfrazar el dulzón olor que ascendía de esa garganta. Ellos habrían de bajar por ahí. La tierra tenía que tragárselos.
Tony volvió a poner el saco en el suelo —con un borde humedeciéndose por el agua— y extrajo la escopeta, un par de linternas sujetas con bandas y, con la misma mano que sostenía las linternas, una pistola. Se la tendió a Luca.
—No. No me gustan las armas.
—Agárrala. Esto se va a poner feo.
—Asegúrate de que no.
—Luca. Coge la pistola. Es por tu bien.
Y el rencor se hizo sentir, esparcido por el viento de la noche. Luca agarró la pistola y una linterna.
Tony se puso la banda alrededor de la frente. Presionando un botón en el pequeño faro, la linterna se encendió. Apagó la que traía en la mano. Con esa luz ahí, como el ojo de un cíclope, Luca fue incapaz de ver los ojos orgánicos de quien lo trajo.
—Mantente detrás de mí y ten los ojos bien abiertos —dijo Tony.
Entraron.
6: 53 a.m.
Salieron por una abertura lejos de aquella por la que entraron. Lo primero que los ojos de Luca registraron fue un ataúd verde —que su cerebro pudo traducir como un metrobús. Salió del hoyo dándole garrazos a la tierra, como un neonato que lucha por nacer.
La luz le escocía en los ojos.
Inhaló, exhaló. Inhaló, exhaló. Apoyándose las manos en las rodillas, inhaló… y un riachuelo de vómito le salió con indiferente inercia, naranja, aterrizando entre sus pies. Le salpicó las botas.
Tony salió hasta la cintura, dando la impresión de haberse atorado, de que si lo tomabas por una mano y lo halabas, te quedarías agarrando a un cadáver porque no había más debajo del ombligo. Pero salió. Metió las manos otra vez en la madriguera y sacó las armas y su funda.
Con la barbilla pegada al pecho, Luca se miró el antebrazo. Sintió frío. Le estaba bajando la tensión.
Dio un par de pasos hacia atrás y se sentó. Un carro tocó la corneta y otro contestó. Siguieron con el trajín, indiferentes a lo que ocurría a un lado del pavimento.
—Luca. ¡Luca!
—¿Qué?
—¿Qué día es hoy?
—Martes. Se me está bajando la tensión.
Tony supervisó los alrededores. Mantenía sus lentes circulares todavía descansándole en el puente de la nariz.
—Ya vamos a solucionar eso.
Luca se quitó la chaqueta. Su camisa blanca tenía el frente lleno de tierra y seguía limpia hasta el antebrazo derecho, donde estaba abierta y salpicada con sangre. Tres cortes con bordes hinchados como labios asomaban debajo.
—Voy a necesitar puntos —dijo—. Gracias, Tony.
—Eran necrófagos. ¿Sabes lo que eso significa?
—De bolas que sé lo que significa, pajúo, tú también y aún así me trajiste. ¿Me vas a pagar la bruja? Irresponsable —y luego consigo mismo:—. La única que cura esta vaina… coño e’ la madre, vive en Nueva Orleáns.
—Tiene que haber una por aquí.
—No hay.
Lo que iba a decir se interrumpió por otro impulso de vértigo. Se acostó, apoyándose en un codo. Respiraba por la boca.
—No hay —repitió.
Tendría que agarrarse puntos, luego irse al norte en las próximas setenta y dos horas y ver a la curandera, que le abriría las heridas otra vez. No quería ni empezar a pensar en el dinero…
—¡La puta madre, CADIVI! —gritó, tapándose la cara con las manos.
Tony se acercó. Cojeaba de una pierna.
—¿Qué pasa con CADIVI?
—Tengo que hacer carpetas y anunciar el viaje y esa puta mariquera, no puedo salir de emergencia.
—Tiene que haber alguna forma.
—¿Qué le explico al banco? “No, bueno: salvando a unos huelepega, me hicieron esta herida unos monstruos. Es venenosa”.
Eructó, cerró los ojos con fuerza y agarró la chaqueta en un puño. Se paró.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó Tony.
—No me busques nunca más, mamagüevo. Es en serio, Antonio, ya estamos a mano. No te debo nada.
—Déjame llevarte a la clínica —se acercó.
Luca se echó para atrás como impulsado por un choque eléctrico.
—No me toques.
Se puso la chaqueta, que llevaba las mangas impolutas. La herida quedó oculta.
—Ya resolveré —dijo—. Siempre resuelvo.
Paneando los alrededores, consiguió a un quiosco. Podía hacer todo lo que el día le pidiera, pero no sin un cigarro. Caminó.
—Gracias, Luca.
El nigromante le hizo la señal del dedo.
—Cínico. Nojoda —fue su despedida.
1 comentarios:
¿ves? LA MEJOR ENTREGA DE LUCA, DE PANA¡¡
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