domingo, 8 de abril de 2012

El Hombre Malo




El hombre tardó en encontrar una posición cómoda sobre la silla. Luca se le quedó viendo: se pasó las manos por el pelo, miró por encima del hombro, revisó las esquinas con la mirada, cruzó las piernas, las descruzó, se rascó la cara, se miró el reloj de pulsera.

—Se me hace tarde —dijo—. Tengo que irme a trabajar. Pero es que ese es el problema, doctor, me persiguen. Me persiguen. Volteo y no están ahorita, pero cuando salgo a la calle, están entre la gente, a veces me monto en el autobús y van en los asientos, o en la gente que sale del metro. Me llaman por teléfono a la casa. Me salen en los sueños. No entienden que yo no los…

Otra mirada a las espaldas. Se inclinó sobre el escritorio. Susurró.

—Yo no los maté, doctor. Coño, coño —se descompuso, gimoteando con la cara entre los dedos—, yo no los maté.

Luca se metió la mano dentro del bolsillo de la camisa, por debajo de la chaqueta. Sacó un cigarrillo, se lo llevó a los labios. Encendió.

—Mire, el problema es que son muertos del once de abril. ¿Se acuerda? Claro que sí, el golpe, el golpe a Chávez. Creen que yo salí a la calle a echar plomo y los maté. Pero yo ni estaba en Venezuela. Yo no tengo nada que ver con eso y no me dejan en paz. Todo me sale mal, mi… mi suerte es de lo peor. Los siento escupiéndome en la comida. Cuando me baño, cierran la llave del agua caliente. A veces cierran la fría. Yo traté de decirles, “yo no fui, déjenme en paz, yo no tengo nada qué ver”, pero no me hacen caso. Se ríen. Tienen tiros en la cabeza, en la cara. Cargan franelas políticas o banderas de Venezuela, doctor, me están volviendo loco. Yo lo que quiero es que, mire, yo lo que quiero es…

Luca levantó la palma.

—No llores —dijo. El cigarrillo le bailó en la boca.
—¡Coño, doctor, pero es que yo no los maté!
—Lo que hayas hecho o no, es cosa tuya. Si tienes la plata, estaré encantado de ayudarte. Si no, yo te sugiero que te compres unos tapones para los oídos. Hay gente que aprende a vivir con muertos encima —chupó del tubito de nicotina, haciendo al extremo convertirse en un sol sin galaxia—. No literalmente.

El hombre calló, asimilando las palabras como a una cachetada. Se metió la mano en el pantalón y sacó un bloque de papel envuelto en una liga. Desenvolvió el bloque y descubrió un fajo de billetes (con otra liga).

—Seis millones —dijo—. De bolívares viejos, seis mil de los nuevos.

Luca estiró la mano, le quitó la liga a los billetes. Contó.

—No son nada más los muertos del once, doctor. Son los del once, el doce, el trece. Todo el que se murió esos días. Me persiguen. Yo he pensado hasta, hasta lanzarme al metro. Pero me dijeron que lo que querían era eso, que yo me muriera para poder arrastrarme. Me quieren llevar, no sé adónde. Que no descansarán hasta que yo pague, que sufra como ellos han sufrido sin encontrar descanso. Mire, yo he hablado con paleros, con santeros, me fui pa’ allá, pa’ Barlovento, pa’ Virongo, con brujos de toda clase y me dan que si remedios, polvitos blancos o… unos rituales que no sirvieron pa’ un coño, hubo un negro que me dio un aceite para que me echara encima y eso los molestó más. Fue por desesperación…
—Coooño, perdí la cuenta —el cigarrillo tembló otra vez entre los labios—. Trata de callarte un momento.

El impulso del hombre a levantarse de la silla quedó clarito. La moción no hizo eco en su conciencia, se volvió a sentar. Se sostuvo la frente con una mano.

—Claro, doctor, perdone.

Luca Aleggio duró cuatro minutos contando la plata. La contó dos veces, con una ligera inclinación de la cabeza. El hombre entrecruzó los dedos, alzó las cejas, revisó el celular.

—Aquí falta plata, chamo —dijo el doctor—. Cinco quinientos.
—Es todo lo que pude reunir. Yo me comprometo con usted a que…
—¿Quién te refirió?
—¿Cómo?
—¿Quién te refirió, quién te dijo que vinieras?

El cliente contestó con la barbilla pegada al pecho. Parecía un perro al que regañaban por vomitarse en la alfombra.

—La señorita Pilar Monterroso.
—La señorita Pilar Monterroso —Luca abrió una gaveta del escritorio y sacó un grueso volumen de tapa dura. Cayó ante él como un bloque. Abierto, el doctor buscó pasando las hojas de ese primo lejano del libro de contabilidad. Al llegar a una página, apuntó al papel con el índice y fue bajando hasta detenerse—. Aquí. Un trabajo fastidioso, pero pagó bien.

Cerró el libro y lo devolvió a la gaveta. Inclinado sobre el escritorio, preguntó:

—¿Ella no fue lo suficientemente clara con respecto a mis tarifas y modo de pago?
—Sí, doctor, pero es que estoy desesperado, de verdad se lo digo…
—No lo suficiente. Yo no trabajo así.

Poniéndose pálido y con los labios ya secos, el hombre se quitó el reloj de pulsera, apresurado como si se le hubiese puesto al rojo vivo.

—Acépteme este reloj, doctor, por favor.

Luca lo recibió, estudiándolo a continuación en la palma de su mano.

—Esto no cuesta quinientos. ¿Cómo es que te llamas tú?
—Horacio, doctor. Mire, eso es todo lo que tengo ahorita. No puedo esperar más.
—Excelente —otra calada al cigarrillo, se lo quitó de los labios y lo dejó entre los dedos, haciendo al humo danzar como una serpiente etérea cuando gesticulaba con las manos:—. Al salir de aquí, agarra a la derecha. Sigue full hasta un puesto que vende jugo de naranja. Al girar la cuadra, hay un farmahorro. Cuarenta lucas unos tapones para los oídos. O puedes ver qué te dice un arepólogo.

Horacio se pasó las manos por la cara, dejándosela brillante y húmeda. Parecía que tenía algo sobre la nariz que no se podía quitar y resolvió dando un puñetazo sobre la mesa.

—¡Doctor, no voy a aceptar esto!
—Lo del arepólogo es en serio, de verdad existe.

Horacio se levantó, contempló al hombre que le dijeron que podía resolver sus problemas si contaba con el dinero necesario y salió de la oficina. Luca abrió otra gaveta y extrajo una agenda café. Anotó todo lo referente al potencial cliente: nombre, apariencia, quién lo refirió, naturaleza del problema y solvencia. Cerró la agenda, la devolvió a los confines del escritorio y sacó la novela que leía. La Hermandad, de John Grisham.

Se abrió otra vez la puerta de la oficina. Horacio, en su delgada, pálida y sudorosa gloria, con el celular en la mano. Luca temió, por un momento, que el hombre se sacara una pistola de la espalda, la clase de estupideces que hacen los ignorantes cuando están asustados. En vez de eso, dijo:

—Acabo de hablar con un primo. Me dijo que me tiene la plata para ya.

Luca sonrió y sacó su agenda café.

—Magnifico, Horacio, esa es la actitud correcta —anotó.
—Necesito que me haga este trabajo ahora, doctor.

Horacio lo vio revisándose el reloj.

—Ok —dijo. Cerró la agenda, la metió en su cuna y se paró—. Voy a hacerte un cliente satisfecho.

Tomaron el metro. Antes de entrar, Luca recibió el bloque de papel y le explicó a Horacio que tomaba todo el dinero antes de empezar a trabajar. Si el primo no estaba con la plata, él se iba, quedándose con los cinco palos quinientos, como “impuesto al engaño y la pérdida de tiempo”. Empezada la labor, Luca podía abandonarla a discreción si lo consideraba conveniente, sin que eso acarreara la devolución del importe pagado. Si Horacio quedaba satisfecho, recibía, a cambio, una tarjeta del llamado “doctor” Luca Aleggio, para que se la diera a alguien que creyera necesitado. Si no quedaba satisfecho, pero por lo menos vivo, no estaba en la obligación de pasar una tarjeta que igualmente recibiría.

—¿Cómo que si quedo “por lo menos vivo”? —preguntó Horacio.

Luca contestó con un prolongado silencio, agarrándose de los ganchos en el vagón, entre una mujer con una franela de Chino y Nacho cargando a un bebé y un calvo con franela de la misión Robinson.

Llegaron a Capitolio. Luca dirigió la marcha, en sus pantalones y saco negro, con sus botas sucias, su cabello blanco alumbrado por la caótica vida subterránea. Subieron las escaleras, entrando a un mundo de multitudes que iban o venían, sobre motos, con autobuses cuyo único anunciante era un flaco con gorra gritando la dirección por la ventana del copiloto. Caminando a donde fuera que el doctor andaba, pasaron junto a dos canes peleando por un trozo de carne negra, un carrito de perros calientes que olía a salchichas y a desesperanza. Pasaron junto a un callejón y alguien estrelló una botella contra la pared.

Horacio agarró a Luca del hombro.

—Están aquí —dijo—. Nos ven.
—Hmm. ¿Seguro?

Entraron a un centro comercial de alargados pasillos, dedicado a joyerías y casas de empeño.

—Sí. Quieren que se vaya, doctor.
—Lo que yo quiero saber —señaló con el índice a un gordo que usaba lentes oscuros dentro del edificio— es si ese carajo es primo tuyo.

Horacio se adelantó con paso apurado. Abrazó al gordo, cuchichearon y el que debía ser el primo le pasó un puñado de billetes. Horacio se los tendió a Luca. Satisfecho con la transacción, Luca despidió al primo, abrió el local que tenía preparado para esta clase de labores, subiendo la gris santamaría. Invitó a Horacio a pasar. Era un cuarto a oscuras, sin ventanas. Dentro los dos, Luca bajó la compuerta.

Se hizo la luz. Un desnudo bombillo de luz dorada colgando del techo por unos cables. Todo el cuarto era de hormigón. No había baldosas ni muebles ni nada. Una recámara desnuda y fría. El doctor caminó al centro y se sacó otra agenda de la chaqueta. Leyó bajo la luz, pasó una página. Asintió. Se guardó el manual y sacó ahora unos guantes negros.

—Ven —dijo—. Entra al círculo.
—¿Qué círculo?

Luca estaba parado dentro del aro más pequeño de dos, uno en el otro. Entre ambos círculos había dibujos e inscripciones tatuadas en la estructura con cincel y algunas esquinas de esas impresiones tenían tintes escarlata. El doctor llamó a Horacio con una mano. Parados los dos dentro del círculo interno, el doctor entrecruzó los dedos y se los hizo sonar, estirando las palmas. En la oscuridad, el cliente no lo vio venir: un destello descendiente, como una gota de lluvia de mercurio. Un ardor se extendió por toda su mano y al levantarla, vio que la tenía manchada de sangre. El doctor le agarró la muñeca y sacó la mano del círculo, dejando que goteara afuera, sobre los caracteres.

Horacio quiso apartar la mano, balbuceó sinsentidos. Se quedó mirando cómo su vida se separaba de su cuerpo en negras gotas.

—Deja la mano así —dijo Luca, guardándose la navaja dentro del saco—. Y no te rías.
—Doctor…

Luca alzó las manos. Al techo. A un cielo sin estrellas. Con los ojos cerrados, murmuró. Dio un paso adelante y la gota que iba a caer de la cortada que Horacio tenía en la mano se prolongo. Se estiró. Se arqueó, como una lombriz de sangre que quería escapar. El doctor abrió los ojos, sin pupilas, y la boca, babeante.

—Espíritus de esta tierra, espíritus por debajo. Espíritus mirándonos. Yo reclamo vuestra atención, Niggzhidá. Atiendan mi llamado de buena voluntad, con palabras que no buscan engaños, con intención libre de manipulación. Un contacto es lo único por lo que suplico.

Horacio sintió un olor a ozono. La boca le supo a ese ocre gusto de cuando te taladran una muela.

—Dentro de este círculo sacro hago el llamamiento, Niggzhidá. Para que nuestros destinos puedan continuar sus propósitos después de esta bendición.

El doctor bajó una mano y apuntó con la otra al techo. Los sonidos que hizo fueron guturales, como arcadas, como croar.

Una corriente helada los sacudió. La luz osciló de acá para allá, desnudando a las sombras con el vaivén. No una multitud de fallecidos estaba en la esquina, sino un único hombre, en shorts, pálido, con ojeras púrpuras. Aparecía y desaparecía, de acuerdo a lo que el bombillo bailante permitía observar. Era flaco y tenía los antebrazos pegados al pecho, los puños junto a la mandíbula.

—Horacio —susurró.

El cliente sintió la fuerza írsele de los hombros. Su mano, cubierta de desesperados hilos de estambre hematómico, bajó. Luca se la agarró, volviendo a estirarla por fuera del círculo.

—Vengo por ti, Horacio —era una voz sin voz. La voz del viento. Palabras sin entonación.
—Yo no te hice nada —apenas audible del cliente.
—Un momentico —Luca dio un paso al frente, cerca del anillo de los grabados—, ¿quién mierda eres tú?

El flaco dio un paso hacia ellos. No era flaco y no era un hombre. Era una mujer de pelo largo, embarazada. Sangre le goteaba de una fosa nasal. Horacio trató de acercarse la mano otra vez y Luca tuvo que sostenérsela con fuerza para que no la retirara.

—No rompas el escudo, estúpido —dijo, y luego a la mujer, que era realmente un niño sin manos:—. Explícate ahora. No vienes de la umbra.
—Todas las voces somos una, Luca Aleggio.
—No, no lo somos. Yo no te llamé a ti.

El niño, que de niño sólo conservaba la cabeza (ahora en un cuerpo de pájaro gigante y negro), vomitó plumas de ceniza al hablar:

—Lo quiero a él. Vengo por mi tributo. Ol odnamed.
—Oh, no. No, no, no.
—Doctor, ¿qué está pasando?

La corriente de aire volvió, desde los tobillos, subiendo como un gas venenoso.

—Te tengo una buena y una mala noticia —dijo Luca—. La buena es que ya identifiqué la razón de tu embrujo y no es un fantasma. La mala es que es un demonio. ¿Has cometido un pecado grave o jugado con magia negra o jodido bastante a alguien?

—No…

El pájaro, bípedo y antropomorfo, pataleó y metió un pie en el aro grabado.

Horacio apartó la mano, se cubrió los ojos con las palmas, llenándose el rostro de sangre muerta y gelatinosa.

Luca pensó en gritar una advertencia. La idea murió antes de nacer.

Brincó hacia atrás, cayendo sobre su espalda, revisándose el interior del saco sin conseguir una sola herramienta que le sirviera. Se le cayó la agenda. La caja de los cigarros. El teléfono celular.

Parado frente a Horacio, el ave negra con cara de anciano lo miró a los ojos. Horacio se orinó. Dejó los brazos caer. Al desaparecer el pájaro, en una nube negra, se derrumbó Horacio, desmayado, perdiendo la fuerza de los pies a la cabeza.

Luca siguió en el suelo. Se miró las manos, se metió una dentro del saco, se arrepintió y no sacó nada. Recogió sus cosas y volvió a guardárselas.

Ahí estaba Horacio. Gris. Secándose.

Tendría que disponer del cuerpo, no iba a dejarlo aquí. Tuvo que forzarse a tocarlo. La piel se le había puesto dura y tenía surcos; un hombre de madera con olor a cable quemado. La mirada con ojos que no se diferenciaban de la piel. La boca abierta en perfecta O.

—Es tu culpa. Te dije que no retiraras la mano —le agarró una muñeca. Unas conchas de piel cayeron, un crujido de galleta apenas audible y Luca pudo sentir a la mano del cliente bailarle por donde la tenía tomada, ya separada del brazo. Se quejó, cerrando los ojos hacia un lado.

No quería soltar esa muñeca, pero lo hizo al fin. La mano cayó al suelo y dos dedos se quebraron.

Luca se buscó el celular. Hundió el botoncito del menú de su blackberry y buscó sin saber a quién. No tenía señal. Todos los nombres en el celular eran el mismo. El suyo propio. Su cerebro tardó varios segundos en registrar el significado de esto.

Horacio lo estaba mirando, con ojos humanos, con sonrisa negra.

Le agarró las solapas del saco con la mano que le quedaba, manchándoselo de ceniza.

—Te tengo en la lista, Luca Aleggio —dijo Horacio no con su voz, no con la voz sin voz, sino con la de su mamá, con el mismo acento, las mismas inflexiones.

Las pupilas de Horacio se quebraron y el color dentro se derramó.

Luca peleó con torpeza.

—Desde hace rato que te estoy viendo —dijo la cosa, hundiéndose en el suelo—. Pero tengo que ir poco a poco. Porque me despedazo.

Sonrió, ya con los ojos de petróleo, y se perdió en un espacio líquido del hormigón. Sólo dejó una mano afuera.

Luca se paró, fue a la santamaría, trató de abrirla y se le cayeron las llaves. Cuando al fin la abrió, un olor a arroz con pollo le llegó. Una gorda de licra roja comía ante él, sentada en un banco, junto a una minitienda de ropa. Masticó con la boca abierta. No le dijo nada, ni siquiera cuando lo vio correr a toda prisa, tropezando con una doña cargando unas bolsas.

Llegó la noche con el nigromante sentado ante la barra de unos chinos en los palos grandes. Todavía le temblaban las manos y tenía una congregación de botellas de solera verde, muertas a su alrededor, escuchando la perorata que a nadie más le interesaba recibir. Lo que tenía en las manos era un vaso de whisky puro.

—Chino. Tráeme otro.

El chino se quedo parado, con las manos cruzadas frente al cuerpo.

—Eres un chino coño e’ tu madre. No le das un trago a un carajo que perdió el alma. Está bien —apuró todo el trago en un impulso—. Nadie llora por el hombre malo. Pero yo de verdad lo quise ayudar, chino, ¿qué iba yo a saber de un diablo que lo perseguía?
—No más trago para ti.

El vaso golpeó la barra, dejando un aro de agua donde pisó.

—Te pago para que me sirvas. Y voy a tomarme todo lo que tienes guardado, todas esas botellas, maldito —se sacó el ladrillo de papel—. Aquí tengo un poco e’ rial. Dame otro whisky, chino cochino.

El chino sacudió la cabeza.

Luca se paró, trastabillando hacia atrás, haciendo al banco balancearse y a los pocos que miraban contener la respiración, a la espera de una estruendosa caída.

No hubo insulto, no hubo frase sabrosona. El brujo se quedó sin palabras. Se fue sin pagar. La noche lo saludó con muchachitos riéndose, veinteañeros fumando, cazadores de excusas para dejar correr a la hormona. Una burla se dibujó en su rostro. Tampoco le puso voz. Caminó de lado, por la acera, a la estación del metro que ya no se acordaba dónde estaba, se pisó a sí mismo y se cayó, sabiéndolo por la contundencia indolora en su cuerpo. Los carajitos con lentes de pasta demasiado grandes se rieron.

Una mano en la danzante imagen que registraban sus ojos. Una mano, la suya, echada al frente, abandonada de conciencia como dejó una mano de madera en su local de hechizos. Parpadeó. El duro concreto de la acera no le pareció tan malo. Se echó a dormir porque ya nadie llora por el hombre malo.


0 comentarios:

Publicar un comentario