martes, 17 de abril de 2012

Me Voy



Luca agarró el bidón de gasolina —plástico, ámbar— y se lo arrojó a Adrian. Un corto vuelo y aterrizó con un golpe rotundo, de esos que te hacen temer una explosión líquida a los lados.

—Báñate —ordenó.

El vampiro, incapaz de desobedecer, abrió el envase, arrugando el rostro ante un aroma que, como el genio de una botella, emergió omnipotente.

—Ayúdame, Susana —suplicó, mientras se echaba la lluvia de fuego futuro.

La chica se contorneó. Gritó por auxilio otra vez. Viéndola, Luca pensó en que si estos dos tuvieran más sentido común que ganas de follar, esto no estaría pasando. Claro que habría conseguido el modo para atraparlos, pero no así, no ahora. Tenía rato siguiéndolos cuando el carro se paró a un lado de la calle, en las montañas más recónditas del Vizcaya. No hacía falta demasiada imaginación para anticipar lo que estaba ocurriendo dentro de aquel automóvil, pensó el doctor mientras bajaba del carro que consiguió en préstamo —un carro blanco, con placa de otro estado, sin calcomanías, anónimo, otro carro de una ciudad con más vehículos que gente.

Pero quizá se equivocaba. Porque podía ser que él le diera un beso, luego una lamida en los labios, luego una en el cuello, luego un mordisco en los hombros y, acortando una larga historia, el adicto desesperado dentro de todo vampiro tomara el control y se estuviera tomando hasta la última gota de sangre de la muchachita, que pasaría a ser “víctima de la anemia”, un diagnóstico que no tendría sentido para los que la tenían como una saludable niña de puro veinte en el colegio.

La chama de puro veinte tenía a un novio mayor. Setenta y seis años mayor.

Ocurrieron las escenas predecibles. Él los interrumpió, el vampiro trató de dominarlo con mirada hipnótica. Cuando vio que no estaba haciendo efecto, se bajó del carro y sacó los colmillos, gruñendo como un lobo. Luca le señaló con el índice.

—De rodillas.

El muerto viviente obedeció, con ojos que se negaban a aceptar lo que hacía el resto de su cuerpo. Por lo que había investigado Luca, Adrian ya estaba vampireando por Londres en la década de los treinta, lo que lo volvía un vampiro antiguo, pero no tan antiguo como para que un nigromante medio diestro no pudiera ordenarle a que se pusiera un delantal y le limpiara la casa dos veces a la semana, por sueldo mínimo.

Tuvo que amarrar a Susana con las mismas bandas plásticas que dos maniáticos habían usado en él hacía cosa de una semana (todavía tenía las marcas en las muñecas). La chica gritó que los secuestraban, sin poder adivinar lo que estaba pasando de verdad.

—Mi mamá tiene plata —dijo—, ella puede pagar lo que sea.
—Oh, eso lo sé.

Ella derramó dolorosas lágrimas de confusión. Ahí entró en escena el bidón de gasolina y la plegaria de Adrian. Ella no pudo sino sollozar.

—Falta poco —dijo. Se miró el reloj—. Si aceptamos que en Caracas amanece a las seis y diez de la mañana, a tu novio le quedan 40 minutos de vida.
—¡No! —gritó Susana con la voz del corazón partido.

Todo esto estaba previsto, las escenas de una película que te han contado. El doctor se sentó en la acera. Se sacó un cigarro del interior de su chaqueta.

—Susana, amor, escúchame.
—¡No! ¡No, Adrian, dile que pare! ¡Tienes que hacer algo!
—No puedo.
—No me digas eso, por favor, no me digas…
—Shhh, mi niña, escúchame.
—Yo no puedo perderte, Galo. Eres el único hombre al que he amado.
—Escúchame, es importante. Yo… dios, no sé por dónde empezar.
—Pues más te vale que decidas rápido —Luca encendía el pitillo—. El tiempo pasa volando.
—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó la chica.

Había luchado tanto por soltarse, como un gusano antropomorfo, que terminó acostada sobre el pavimento. Nunca se liberaría por sí misma, pero había que darle puntos por intentar.

¿Qué podía contestar? Nada de lo que le dijera la haría entender. Se acordó de sí mismo en esas condiciones, una memoria que tan pronto empezó a formarse, luchó por repeler. Estaba en Florencia y tenía dieciséis años. Un arquetípico adolescente con rencor hacia la vida en una cuadrilla de rufianes. Caminaba por la madrugada con botas desamarradas, con brazaletes de pinchos, con anillos en cada uno de sus dedos. Él era El Nigromante, heredero de una tradición que databa desde el amanecer de los tiempos, el mago de la más prohibida de las artes. Estaba fúrico, estaba sediento de sangre y estaba hormonal. El joven Luca Aleggio, cuando su cabello todavía era negro.

Eran especialistas en evitar a la policía (una disciplina que Luca perfeccionaría tras su retorno a Venezuela). Encuentros esporádicos, pero sabían que a la voz de “alto”, cada quien correría en una dirección distinta, nunca en línea recta, sino girando en las esquinas. Sabían que si llegaban a un cerco, podían escalarlo para aumentar las probabilidades de escape. Los agentes, con sus uniformes, no estaban tan dados a esa clase de actividad física (sabiendo que les pagarían lo mismo tanto si atrapaban a los revoltosos como si no). Cualquier objeto que se les cayera, se quedaba atrás. Si tenían la fortuna de dar con una feria o algún espectáculo nocturno, era cosa de mezclarse con la multitud. Se verían en cualquiera de las noches siguientes, se echarían los cuentos de los escapes individuales, sabrían quién llegó a su casa esa madrugada y quién pasó la noche en una pequeña celda para vándalos y ebrios.

Siendo brujos de distintas ramas, manejaban normas distintas sobre lo que podían hacer o no, pero la norma universal era no usar la magia como un juguete. Siendo Nörj un elementalista, Zoe la chamán, Parvati una druida y Luca el nigromante, tenían mucha curiosidad por las ramas de los demás. Una cerveza era charla social, dos cervezas comentarios sobre la magia, tres se convertían en entusiasmo ecléctico y con cuatro empezaban las demostraciones.

Esta noche era el show de Nörj. Desató una garúa “para refrescarnos”, pero borracho como estaba, abrió el cielo a una atrevida lluvia. Su mentor sabría de qué se trataba esto, habría consecuencias. Pero eso sería mañana, ahora se reían, estaban mareados y era gracioso meter la mano entre las dimensiones y sacar chispas de todo aquello que se supone que nunca debes ver.

Parvati tropezaba con Luca a propósito. Le daba con el codo en el brazo, se apoyaba en su hombro para reír, se le quedaba mirando y giraba la cara cuando él la veía. No era la primera vez que le cambiaba las luces, pero nunca fue tan atrevido, el espacio personal era una barrera inquebrantable. Y él la deseaba. Deseaba su piel morena, sus labios de canela, deseaba esa mirada de pestañas finas, esa sonrisa más allá de lo evidente. Quería sus caricias, la promesa de su escote, el sabor de su piel en su lengua. Quería sus besos, sus uñas hundiéndosele en la espalda, sus mordiscos en el lóbulo de la oreja.

La quería a ella. Más de lo que se habría atrevido a expresar.

Compartían una botella de champaña que consiguieron robarle a unos turistas (“préstamo con carácter indefinido” lo denominó Zoe) y al pasar por el Ponte Vecchio, Zoe trató de deleitarlos con una danza tribal, que realmente fue su versión del ballet que practicó de niña. Lo hizo bien por unos cuarenta segundos, se cayó y señaló al cielo con ambos índices, riendo. Luca y Parvati se sentaron junto a ella, Nörj dio un salto al pasamano. Equilibrio a orillas del río Arno.

—Venimos de la tierra del hielo y la nieve, del sol de medianoche, donde los otoños calientes soplan —dijo, con los brazos extendidos hacia los lados, poniendo un pie por delante del otro.
—Se va a matar —dijo Zoe en su nativo patois.

Luca se reclinó, apoyando las manos en el piso a sus espaldas. Sacudió la cabeza para quitarse el agua que amenazaba entrarle en los ojos.

—El martillo de los dioses llevará nuestra nave a nuevas tierras, a pelear con la horda, cantando y gritando —alzó la voz al cielo, arreció la lluvia y se permitió un teatral trueno—: “¡Valhalla, allá voy!

Y Luca se acostó también. No sabía si las voces que flotaban a su alrededor era la voz del alcohol o de verdaderos espíritus, que venían a decirle que este juego infantil con magias elementales era una terrible infracción que sería pagada con intereses. Porque cuando alteras el equilibrio, siempre vienen consecuencias. Cubriéndose los ojos con una mano, sonrió. Los espíritus tendrían que venir a cobrar cuando le importara.

Parvati se acostó abrazándolo y él la recibió como si fuera lo más natural del mundo, como si hubiesen sido viejos amantes. Apoyada en su pecho, ella le apartó la mano de la cara, lo miró, la invitación en esos ojos, una lluvia que estaba ahí sólo para que ellos pudieran disfrutarlo en un momento que muy pronto alcanzó proporciones de inefable.

—¿Qué? —dijo ella.
—¿Qué? —repitió Luca.
—Estás sonriendo.

Ella pasó uno de esos delicados índices por el puente de su nariz. Paró sobre su boca.

—Mentirosa, yo nunca sonrío —dijo.
—¿Nunca?
—Yo no sé lo que es eso.

Y vino un beso, sabor a éter, a hormigueo sobre la lengua. Aún después de que sus bocas se habían separado y seguían mirándose, el beso estaba ahí, envolviéndolos.

Se perdieron a Nörj cayéndose al río. Tenía casi un minuto hablando consigo mismo: una importante confesión para los oídos de un tonto.

No fue la última vez que el futuro doctor sentiría su destino permanentemente ligado al de esa mujer. No fue el único momento indescriptible. Perdida la concentración, paró la lluvia y pudieron ver a un cielo que se había lavado a sí mismo. Fue una de las mejores noches de la vida de Luca Aleggio y sus últimas horas como un hombre virgen.

De manera que sí, comprendía el lenguaje de Susana y los desesperados gritos en el anhelo del corazón. Explicarle que vivía la relación más destructiva posible (de ese tipo que pueden matarte, literalmente) habría sido una pérdida de tiempo.

El vampiro rogó. Pronto vendría el sol, le clavaría sus saetas y, goteando combustible, podría hasta explotar; nunca había visto a uno de su especie bañado en gasolina bajo el sol. Ni siquiera había escuchado de ello. Se consideró por mucho tiempo en el tope de la pirámide alimenticia y sabía que, mientras tuviera sentido común, podría hacer de su teórica inmortalidad un ejercicio práctico. Era irónico que de todos los pecados que había cometido en esa larga vida (porque no puedes pasar un par de décadas como un depredador nocturno sin que tu humanidad se erosione), el que lo llevó al inevitable final fue salir con una joven que descubrió saliendo de una pizzería, mientras él echaba gasolina. Se encaprichó. La hipnotizó. Se metió de noche en su habitación, caminó por las paredes con ella tomada de su mano. Tomó su inocencia en la azotea de su edificio.

Ahora el nigromante miraba con una mano en el bolsillo, la otra en el cigarrillo, un parcial escudo a esa cara de desprendimiento. Adrian escupió cuando sintió el sabor de la gasolina en la boca.

—No te importa si te digo que la amo, ¿verdad? —dijo.
—Realmente no.
—Entiendo. Su mamá no quiere a su hija con un parásito no-muerto y te buscó.
—A decir verdad, ella quería que te echara alguna brujería, algo horrible. No sabía que eras un vampiro, eso lo descubrí yo. Todavía no lo sabe.

Cuando Adrian sugirió que ella podía cambiar de opinión al enterarse de la naturaleza del novio, Luca recordó a los condenados a muerte que suplican que no los sienten en la silla porque la ejecución puede cancelarse en cualquier momento. Sacudió la cabeza.

—Ya, Edward —dijo—. Aguanta como un hombre.
—Maldito, déjanos en paz —volvió Susana, que consiguió el modo de quedar boca abajo.

Luca se le acercó. Se puso en cuclillas.

—Es un vampiro, ¿okey? Está aquí para alimentarse de personas como tú. De sacarte sangre, lo que te mantiene con vida, cariño. Entiendo que te gustó porque es mayor que tú y tiene poderes y tal, parte del cliché que vives. Pero te estoy haciendo un favor. Si sigues con él, vas a morir.

Susana contestó escupiéndole.

—Él nunca me haría daño. Lo conozco —dijo.

Luca se levantó, se apartó el cigarro de la boca y exhaló una corriente de humo. Se limpió con el dorso de la mano.

—Seguro. Trata de acordarte de eso la próxima vez que quieras tener una relación con un frasco de pirulín. A ver, ¡Edward!

Adrian volteó, no como el rehén, sino como la bestia cautiva que esperaba al salvajismo que le permitiría la libertad.

—¿Quién coño es Edward? —preguntó.

Luca tosió una risa.

—No me jodas. Cuéntale a tu novia de Casandra.

domingo, 8 de abril de 2012

Doble-Play




I
 
Las cosas salieron mal desde el principio.

La tipa salió al escenario, eso fue lo primero. Para esta hora, siete y cuarto de la noche, Venusliana tendría que estar encerrada en el baño con un ataque de vómitos, sarpullido, tos, boca seca, nausea, retención de líquidos, diarrea, embarazo psicológico, psicosis, síndrome post-traumático de estrés, prurito rectal doloroso, caspa y halitosis. Y ahí estaba montada, bailando y doblando la canción, dos bailarines “urbanos” —senda pinta e’ choros— acompañándola, uno a cada lado.

Era dudoso que Paulina se considerara una clienta satisfecha.

Cuando se presentó en su oficina, la tarde anterior, le puso en el escritorio la foto de una muñeca inflable, pero de carne y huesos.

—Esta maldita —dijo—. Quiero que se joda.

La parte de “se joda” la dijo sacudiendo la cabeza y apretando los párpados. El odio le salpicó a Luca en la cara.

—Es una perra, la odio, la odio. Se mete en todo lo que a mí me gusta y me quitó a dos hombres, doctor. Dos —alzó los dedos en forma de V, el símbolo de la paz—. Qué puta. A los dos se los lanzó cuando los conoció. Y bastó que viera que yo soy cantante para que se metiera a cantante. Por favor, si no sabe ni entonar. Yo tengo, mire, desde los once años viendo clases de canto, aprendiendo a manejar el aire, a proyectar la voz. Viene esa…

La pausa le hizo a Luca entender que la chica no sabía si decir “perra” o “puta”; había una “p” esperando a ser escupida por esos labios.

—ZORRA —dijo la clienta—. Pero es que claaaaro, como tiene esas tetas operadas… no sé cómo va a hacer cuando sea más vieja, se las irá a quitar. ¡Ay, ojalá y se le pudran! —alzó los puños a la altura de la cara, cerrando los ojos, fantaseando con prótesis mamarias necróticas. Luca no estaba preparado para esta clase de odio— Y como yo soy actriz, ¿qué hizo ella?
—¿Se metió a actriz?
—¿Qué? ¡No! ¡Se llevó su puesto de mandocas al frente del teatro! —un puñetazo al escritorio— ¡Qué maldita!

Luca cruzó las piernas. La muchacha era menuda, rubia y llevaba el cabello en dos colitas que caían detrás de cada oreja. Sus ojos no eran en realidad azules (se notaba por la cubierta sin transparencia que delatan a los lentes de contacto), pero le lucían en esa cara llena de panqué y ansia de estrellato.

—Desde los ocho años, modelando, preparándome, coño, doctor para… ¡Irme de Cabimas pal’ mundo! Ya tengo las catorce canciones de mi primera producción discográfica, “Un Sueño”. ¿Pa’ qué? ¿Pa’ que la puta esa me quite todo lo que yo he trabajado?
—No estoy seguro de estar entendiendo. Tienes una tarjeta de alguien que te refirió, asumo.

La muchacha lo miró desorientada. Produjo de su cartera un estuche de maquillaje, un teléfono Blackberry con una flor de bisutería colgando de una esquina, y una tarjeta. Se la extendió al nigromante.

—Me refirió Hany Kauam —dijo la muchacha—. Yo soy Paulina.
—Paulina —el doctor le devolvió la tarjeta y le estrechó la mano—. Cuéntame qué puedo hacer por ti.

La jovencita, que no debía superar los veintiún años, respiró profundo. Dudó antes de hablar, como si Luca no fuera su brujo negro particular, sino su terapista. Por la ventana de la oficina, un autobús dio un cornetazo.

—Bueno, doctor. Mire. Yo soy de Maracaibo, ¿sabe?
—Sí, me fijé.
—¿No será por el acento? Me he fajado para quitármelo, doctor, Osmel dice que…

Luca levantó una palma hacia la chica.

—Por lo de las mandocas —dijo.

Paulina tardó en decodificar la respuesta.

—¿Qué mando…? Ah, claro. Las de la perra esa. ¡Coño, qué re-perra es esa bicha!
—Calma, calma —ahora Luca respiró profundo. Esta sería una mañana muy larga—. Cuéntame. Eres de Maracaibo.
—Sí, doctor. ¿No tendrá un vasito con agua?

Una de las manos del nigromante se cerró en un puño.

—No —dijo—. Mi tiempo es precioso. Termina la historia.

La chica hizo un mohín, el que ponen todas las mujeres bonitas que el único “no” que han oído fue el que les dio aquel policía gay.

Preparado para escuchar una pataleta, el hombre se reclinó en la silla.

—Bueno, doctor. Lo que pasa es que yo siempre he tratado de ser artista. Y me da mucho coraje que de la nada venga esta a quitarme lo que yo me he esforzado por ganarme. No es justo. No-es-justo, coño. Y me quita los dos novios. Todo comenzó cuando hubo el concurso de canto en el colegio, yo fui, preparé una canción de Lady Gaga y me peiné el pelo así. Pa’ arriba. Como la de Los Simpson. Y canto Bad Romance y el jurado está encantado, pues, coño, hice un show ahí, no canté nada más. Y me bajo de la tarima diciendo “nada, estos son míos”. Es lo que yo merecía, doctor, mi trofeo, por tantos años esforzándome. ¿No quiere que le cante?
—No.
—Qué antipático.
—Dime qué te hizo la muchacha esta. ¿Cómo se llama?

Paulina croó una risa de villana de telenovela, patética en su falsedad.

—Ella dice que se llama “Venus” —se inclinó sobre el escritorio y sus senos se abultaron en el escote. Las palabras de la chica olían a yerbabuena—. De verdad se llama Venusliana. Nombre de puta, doctor.

Luca decidió rechazar el caso. Si esta carajita contrataba un sicario y tiroteaban a Venusliana mientras vendía mandocas afuera del teatro, ya no era cosa de él. Hizo lo que pudo.

—Bueno, resulta que Venus le averiguó el pin a todos los jueces —siguió Paulina—. Y le ha escrito a los cuatro, hasta a la mujer. Les dice que si esto, que si lo otro. Y, hombres al fin, ellos le siguieron la corriente. Vergación que eso no es nada: como dos días antes del concurso, la coñita se ha sacado fotos de la que te conté. Y se las ha mandado por pin a los jueces. Hasta a la mujer. Y yo vi las fotos, no eran fotos de teléfono, eran de fotógrafo. Se las tomó así, en unas poses de bicha, de prepago. Modelando, y le decía a los jueces que eran para la Playboy, para ver si la clasificaban. Y lo peor es que sí clasificó.

Un puchero apareció en la boca de Paulina.

—Mira, yo creo…
—¡Pero no se sacó esas fotos nada más! La chama se grabó, un video ahí, haciendo asquerosidades. Y le ha prometido a todos los jueces que si ella ganaba, iba a tener twitcam con ellos y se les iba a desnudar, les iba a hacer un strip-tease (hasta a la mujer). Yo le digo a Germínides, mi novio (bueno, mi ex), que no me la calo, que hable con ella y la amenace. El estúpido va a la casa de ella y ¿qué pasó? La tipa se lo zumbó. Es que la verdad es que todos los hombres son bien pendejos. Fui llorando a papi, le dije que hablara con la sucia esa, papi fue y se lo echó también. Y se tomó fotos y se las mandó a los jueces. Hasta a la mujer. Y lo único que papi me dice es que “Hija, uno es hombre, la carne es débil”. ¿Qué coño débil va a ser, doctor? ¿Qué coño débil va a ser? Fui yo misma a hablar con ella, pasé dos horas tocándole el timbre de la puerta, brinqué la reja y el perro me saltó encima, me rompió el ruedo del pantalón. Y cuando le digo cara a cara que ya está bueno, que se meta en su vida y me deje la mía en paz, la tipa me llamó a la policía, me sacaron esposada de la casa y ella llamaba a todos los policías por sus nombres. Seguro se la cogieron también. Me soltaron a las cinco horas y llego al concurso al día siguiente, con los ojos hinchados de tanto llorar, los jueces tienen tremendas tortas enfrente, que la perra esa se pasó toda la noche haciendo. Hasta a la mujer. Yo canto mi canción, me bajo segura de que gané, y ella se montó en tanga, en hilo dental y cantó una canción de tecno, que ni siquiera tiene letra. ¿Sabe lo que pasó después, doctor?
—De verdad que no me lo imagino.
—¡Ganó! ¡Ganó!

Paulina se fue derrumbando como un castillito de arena pateado por un bebé. Primero la cara le cayó entre las manos, luego los hombros decayeron, luego se apoyó sobre el escritorio y ahí empezó a gimotear.

—Uhm… Yo soy un hombre ocupado… —dijo Luca.

La muchacha levantó la cara. El maquillaje se le empezaba a correr, dejando surcos por los que se veía una niña humana cuya verdadera piel nunca había visto la luz del sol.

—Quiero una maldición —dijo—. Quiero que la maldiga, que le tire lo peor que usted se imagine.

Una maldición.
 

El problema con las maldiciones es que no puedes echarlas como si fueran un misil teledirigido. Las energías que las manejan no son comprendidas del todo —de hecho hay muchas teorías sobre de dónde provienen— y es muy raro una maldición que “obedezca” al brujo. Por lo general, causan grandes desgracias. Siguiendo el mismo principio del mal de ojo, pero potenciado a mil, una maldición puede hacer desde que te roben el carro a que se te caiga el pelo, te secuestren o te ahogues con un hueso de pollo y te mueras. Una vez maldices a alguien, más te vale que aceptes las potenciales consecuencias —porque a lo que haga efecto, ya no es cosa de los mortales.

¿Cuál era, en todo caso, el pecado de la “Venus”? La falta de escrúpulos. Luca tomó la decisión, entonces, de no maldecirla, sino de echarle un poderoso hechizo, La Respiración Negra de Hela, que con dos puñados de polvo de tumba, ocasionaba una serie de condiciones médicas y psicológicas que duraban hasta un día. Suficiente escarmiento para que una chica de difusa moral se dejara de esa mala vida.

No le dijo esto a Paulina.

Le dio dos palmaditas en el hombro. Le dijo que le gustaría la maldición que tenía en mente.

Y ahora estaba parado ahí, noche fastuosa en el Radisson Eurobuilding. Venusliana cruzaba con torpeza el escenario, echándole las tetas en la cara al público. Diosa Canales 2: Electric Boogaloo.

En una de las mesas, Paulina estaba sentada sola, lanzando vistazos venenosos compartidos entre su némesis y su brujo.

—Tengo un novio en la casa, uno novio en la escuela, pero el hombre que me gusta, es el de Venezuela —era el tecno-merengue que doblaba Venus.

Decir que la “artista” estaba vestida era un eufemismo para el guayuco que cargaba encima. Llevaba tanto plástico debajo de la piel que se movía con torpeza, le costaba bailar. Luca no quería concentrarse en los senos de aquella abominación, pero era difícil pelear con la hormona. Se llevó una mano al bolsillo, tanteó la pata de gallo y comenzó a acariciarla. Enfocado en Venusliana, se musitó una serie de mantras, de frases que dirigieran al universo en contra de esa mujer. Bajo el escritorio del nigromante había una foto promocional de la tipa (tomada que si en playa parguito), bajo una montañita de tierra nativa del cementerio general del sur. Esa parte del trámite estaba cumplida, los espíritus tenían que obedecer, envolviéndola en una danza gris, entrando por sus fosas nasales, por su boca, anidándosele en el corazón y disparando las primeras reacciones de una explosión de fluidos que pondría fin a su carrera.

En una mesa adyacente al nigromante de pie, un viejo miraba cómo Luca movía la mano que llevaba dentro del bolsillo. Sacudiéndola.

—Sádico —dijo—. Anda al baño.
—¿Qué?

Luca lo miró. Le tomó unos segundos comprender y sólo lo hizo cuando el viejo reprobó sacudiendo la cabeza, con el entrecejo arrugado, mirándole la entrepierna.

—Estoy acariciando una pata de gallo, ¿okey? —aclaró.

El viejo lo ignoró.

—Asqueroso —musitó sin verlo.
—No me estoy tocan… —empezó a decir el nigromante cuando algo en la periferia lo distrajo.

Era Paulina. Se cubría la boca con las manos, pero el vómito le salía de entre los dedos, una avalancha beige que paraba sobre la mesa, abriendo un aro de espectadores a su alrededor, motivados más por el morbo que por esas falsas ganas de ayudar, hasta que Luca tuvo que correr hacia ella, meterse entre los cuerpos y ver de primera mano algo que no podía estar pasando. No se dio cuenta de que Venus dejó de cantar.

Síp. Era La Respiración Negra de Hela en acción. Un charquito de orine se empezaba a formar bajo los pies de la rubia, costras blancas apareciéndole entre las hebras de cabello como si fuesen espolvoreadas por una mano invisible. Porque ya no aguantaba más, las manos de Paulina se fueron de su boca al estómago, dejando en evidencia a la mitad de su cara, cubierta de vómito al punto en que le goteaba de la barbilla. Puntitos rojos de piel de gallina le aparecieron en las mejillas, en las manos, en los brazos, como si tuviera una viruela que se tomaba este instante para estallar, ya que todo en esa humanidad estaba saliendo mal. Detrás de ella, un mesonero grababa con su celular.

Con ojos de niñito de Ruanda, Paulina lo miró y tendió una mano hacia él.

—¿P-por… qué…? —dijo, otra corriente de vómito le salió hasta de la nariz y con su siguiente hálito, gritó:— ¡Alguien que me ayude con el bebé!

Era un contrahechizo. Tenía que serlo.

Luca se apartó de la escena. Subestimó a la maracucha del mal —que ya no estaba sobre la tarima. La música se detuvo, los bailarines se fueron, ni pista de la mujer que había conseguido la forma de devolver con creces el embrujo que le habían lanzado. Si ella fue la bruja que diseñó esto, entonces era el equivalente mágico de Paul McCartney. Un talento excepcional.

Caminó entre la gente que todavía no había llegado a la crecientemente apestosa escena hasta salir del salón de conferencias, al lobby, donde gente caminaba con el mismo entusiasmo de cuando ardía la hoguera de las vanidades. El sufrimiento ocurre mientas el mundo gira.
Revisó entre los pasillos y cuando un guardia de seguridad, enfundado en traje y corbata, con un audífono naciéndole del oído y bajando en espiral a los confines de su saco, trató de detenerlo, Luca dijo que era una emergencia y que era solicitado en el salón de conferencias; la chama que estaba jodida era familia de Tarek William Saab. Fue el primer nombre que se le ocurrió.

Los pasillos a los camerinos eran diferentes que los del resto del hotel. De paredes color crema y sin lámparas de araña en el techo, seguían hasta unas puertas dobles que debían dar a un estacionamiento, un depósito o una mezcla de ambos. De las dos puertas que consiguió, una estaba cerrada. La otra tenía un cartel colgado en la manilla: El demonio de Tasmania parado junto a un corazón que llevaba inscrito “Mi estrella”. La clase de tarjetas que se vende a bordo de un autobús vía Chacaíto.

Luca trató de bajar la manilla para entrar y descubrió que, como esperaba, no cedía. Miró a los lados y le dio una patada al espacio de la llave. La puerta retumbó. Otra patada en el mismo sitio y se abrió, escupiendo astillas.

El interior del camerino olía a perfume de bebé. Había un gran espejo en una pared, un estante bajo este y sobre el estante un ramo de flores, un celular, un vaso de cristal con un líquido que parecía agua, pero que seguramente no lo era. A un lado del estante, tirada, estaba una silla a la que le habían arrancado una pata. Luca no hizo la conexión a tiempo, quedándose parado, mirando como si estuviera resolviendo un rompecabezas cuya imagen, resuelta, era él resolviendo ese mismo puzzle.

Un chasquido a sus espaldas, apenas se giró a ver y sintió el golpe en medio de los omoplatos. Otro a un lado del torso, uno en el hombro y otro en la cabeza, por encima del ojo.

Venusliana lo estaba acoñaceando.
 

Luca levantó las manos hacia una atacante que no podía ver (tenía la cara hacia el suelo, reacción inconsciente ante aquella pela) y obtuvo como recompensa más palazos, sobre la espalda, la nuca y, en un golpe a modo de gancho, en la boca del estómago. Por fin, sin aliento, el doctor agarró la pata de la silla —un garrote de Satanás, en manos de esa mujer— y se alejó de Venus, varios pasos, marcando bien la distancia. Quiso levantar la pata pero se le escurrió de entre los dedos. No hizo ruido al aterrizar sobre el suelo alfombrado.

Ahí estaba ella, desafiante, todavía con su guayuco deluxe y sus zapatos de plataforma, respirando agitada, esos labios brillantes de rojo cereza. Al darse cuenta de que estaba desarmada, actuó rápido: agarró al vaso y lo levantó. La mitad del líquido cayó en arco por encima de su hombro.

Luca levantó la mano hacia ella, jadeando, agarrándose el costado herido.

—No quiero lastimarte —dijo.

Venus le lanzó el vaso y la base del cristal le conectó a Luca entre las cejas, con un “plink” bastante audible, forzándolo a cerrar los ojos y perder el equilibrio. Pensó en una retahíla de insultos y maldiciones que proferir contra este ángel de la muerte y lo único que pudo articular fue un patético:

—¡Ack!

Trastabilló y se desplomó. El mundo se le puso borroso. Sobre él, Venus miró. Dos figuras se unieron, una a cada lado de la diosa. Eran figuras idénticas que Luca podía, o no, estar imaginando. Cerró los ojos y no pudo abrirlos más.


II

 

¿Esa vaina es un chivo?

Lo veía como una silueta, una nube deforme a la que sin embargo podía reconocerse por su forma de mover, de agitar las patas, de levantar y bajar la cabeza. Le llegaron las voces, como murmullos, recordándole a cuando sus padres hablaban en voz baja mientras él dormía de niño (momentos en los que pretendía seguir dormido hasta que no podía contenerse más y sonreía y sus papás lo acababan descubriendo). Parpadeó. Parpadeó otra vez y sintió como si un fragmento de metal se hubiese atascado en su garganta, seca y pegada a sí misma. Y como un calor primero, luego como una presión y luego como una mezcla de ambas cosas, sintió la jaqueca brotarle de los lados de la cabeza, un charco de sentimiento, tomando pronto el ritmo de su pulso, retumbando, pulsando con fuerza mientras un dolor secundario era siempre constante, como una aguja dorada que le atravesaba la cabeza de lado a lado. Comprendió (y aceptó con naturalidad) que estaba amarrado, tenía los pies acoplados a las patas de esa silla y las manos detrás de la espalda, no la suya propia, sino la de madera sobre la que se recostaba. La jaqueca aceleró el paso hasta agarrar un staccato de ametralladora. Sí, eso que estaba amarrado a la mesa junto a la cama era un chivo.

Giró la cabeza. Estaba en una salita con luz tenue, con cama a la vista, con grandes ventanales hacia la noche, dando una vista de Caracas que cualquier vigilante noctámbulo habría codiciado. Era una suite del hotel. Arrugó el entrecejo y descubrió que le dolía, tenía una costra a la que le veía los bordes si subía los ojos.

No te me desmayes, se dijo. Te has sentido peor después de una noche cayéndote a curda.

Inhaló con fuerza, para sentirse reconocido por las voces incorpóreas. No tenía sentido escondérseles, pues. Y si hubiesen querido matarlo, ya lo habrían hecho. ¿Qué era esto? ¿Un secuestro?


Un tipo apareció ante él. Pantalones militares, tirantes negros sobre un pecho desnudo. Su vello corporal era inexistente y sólo se adivinaba que alguna vez lo tuvo por esa sombra grisácea sobre su cabeza. Cruzó los brazos, que terminaban en uñas largas y amarillas y una sonrisa de dientes como lápidas fracturadas se asomó en su boca.

—Está despierto —dijo.

Una voz vulgar y corriente. Luca no supo qué esperaba de ella.

Le estaba empezando a dar calor y reconoció al sudor frío que le nacía en la frente. Se estaba sofocando.

—Agua —dijo con su voz más lastimera posible. Sabía que el rollo de los choros era el poder sobre los demás.

Pero no, estos no son choros. Los choros no se ven así y no llevan chivos a suites caras y no…

Recordó a Venusliana.

Entendió. Era una trampa que le habían tendido a él. Qué estúpido, Luca. Se sintió provocado a preguntar “¿por qué?”, pero la respuesta podía ser cualquier cosa. Llevaba años acumulando pecados.

Otro hombre apareció y era idéntico al primero. Pero había algo mal y a Luca le tomó un rato comprender que este freak de Las Colinas Tienen Ojos tenía tetitas. Era una mujer, las curvas no dejaban lugar a dudas, y los tirantes le cubrían los pezones, pero dichas esas diferencias, era igual al Doppelgänger a su lado. Imposible determinar quién estaba imitando a quién, o de dónde habrían cogido esta idea. Si el muchacho mostraba cierto regocijo en la escena, ella era inexpresiva, un rostro sin emociones.

Son gemelos.

—Claro —dijo—. El contrahechizo.

Ninguno de los dos reaccionó. Un solo brujo requeriría de una afinidad energética heavy para un contrahechizo como el que había presenciado antes. Pero entre dos sí podían, en especial si eran gemelos. Era injusto, ¿cómo podía competir contra gemelos?

Trató de forzar las mordazas en sus muñecas. No pudo ni moverlas. Lo habían amarrado con una tira de plástico. Odiaba las tiritas malditas esas.

Venus se unió a la congregación. Seguía semidesnuda, lo que quería decir que, a menos que esta tipa no se bañara o este fuera su atuendo por defecto para ir por ahí, no había pasado mucho tiempo. Era una perla de conocimiento que no representaba ninguna diferencia sustancial en su situación, pero le daba confort. La calma de saber cuándo estás.

—Maten a este hijo de puta —dijo Venus, cruzando los brazos.

Ninguno de los Gemelos Doppelgänger reaccionó. La cabra detrás de ellos agitó las patas, repiqueteando.

—La maldita esa me quería joder y mira quién se clavó a quién —volvió la vedette—. ¿Quién ha perdido su carrera ahora? Me contrató a un brujo y yo contraté a dos.
—En realidad nosotros te buscamos a ti —dijo Ella.
—Bueno, es verdad. Diosito me los puso en mi camino para que no me cayera brujería. ¿Qué le van a hacer?

Él caminó hacia la parte de la sala que Luca no podía ver, a sus espaldas, dejando a su voz ser oída. El nigromante pensó en Pulp Fiction. Respiró profundo. Si alguna idea le haría entrar en pánico, sería esa.

—Será mejor que te vayas, Venus —dijo Él.
—Nosotros terminamos esto —añadió Ella.
—No quiero tener que volver a verlo.
—Lo verás en la página de sucesos —Él.
—O a lo mejor no; el gobierno se escandaliza con fotos de muertos —Ella.

El ambiente se ennegreció, a pesar de que todo seguía exactamente igual. Venus lo supo, se anticipó, sabía lo que venía pero no tenía la menor intención de verlo. Ella nunca estuvo aquí. Caminó a la dimensión sin forma detrás de Luca, trastabillando sobre esas plataformas doradas. Lo que dijo no tuvo importancia, lo que le respondieron tampoco porque la mente del nigromante daba pasos agigantados al cómo podría salir de esto. Este par era paciente, determinado, capaz de preparar esto y ahora que lo tenían y estaba claro que planeaban matarlo, Luca no creyó que fueran a hacerlo rápido. No podía romper la silla. No podía negociar.

La puerta de la suite se abrió y se cerró. Estaba en la habitación de la muerte.

Reapareció Él, cargando una daga en una mano. No la sujetaba por el mango sino por la hoja, con suficiente suavidad como para no cortarse la palma. En la otra mano llevaba una silla. Posó al mueble ante el Doctor. Se sentó. Ella desapareció del campo visual.

—Luca Aleggio. ¿No vas a preguntarnos quiénes somos?
—No creo que importe.
—Sí importa —cruzó las piernas. Era afeminado. ¿Imitaba a la hermana? ¿Compartían una personalidad? —. Es el motivo de por qué vas a morir.
—Piensa en la clase de vida que te espera después de esta —dijo Ella.

Encogió los hombros lo mejor que pudo.

—¿Qué quieren que les diga? ¿Que quiero saber quiénes son? ¿Serviría de algo, iría de acuerdo con este teatro que están montando? La verdad es que no me interesa quiénes son ustedes. A lo mejor tienen motivos para hacer esto, a lo mejor no. Cuando vas por la calle como ustedes dos andan, es obvio que algo no está funcionando bien en esas cabezas.

Él miró, apoyando una mano (la del cuchillo) bajo su barbilla. La sonrisa había regresado, un brillo le cubría los ojos. Se levantó y, parándose ante él, ocultó la mayor parte de Ella, que entró a la visión periférica, cargando lo que, por dios, espero que no sea un soplete.
Una llama surgió del extremo hueco del soplete con un bostezo corto. Siguió ahí, ardiendo azul y muda.

—Dale —invitó Ella—. Podemos comenzar.

Ahora Él sí agarró al sartén por el mango, o mejor dicho, al cuchillo. La punta descansó en la mejilla de Luca y eso bastó para comprobar, con grima que le hacía apretar las nalgas, lo afilada que estaba.

—Ok, quiero saber quiénes son —dijo y era cierto. Le nació un interés tremendo en oírlos hablar.

Ella soltó una carcajada y Él la acompañó. No era una risa cómplice sino la risa de burla que perseguía herir, esa risa que es de lo primero que se aprende en la escuela. Se miraron los dos y con leguaje corporal se dijeron todo lo que tenían que decirse. Un idioma privatizado.

—Creo que si lo dejamos en suspenso, se va a hacer pipí encima —dijo Ella.

Él la miró de reojo, saboreó el regocijo, le pasó la lengua por encima al momento. Viendo el afinque y el sadismo y cómo parecían llevar mucho tiempo siguiendo la dinámica que tenían, a Luca sí le dio curiosidad saber de dónde salieron. No, no cambiaba nada y probablemente lo iban a matar igual.

—Tú nos iniciaste en esto —dijo Él, montando un pie de bota negra en la silla, entre las rodillas de Luca—. Eres nuestro padre en la nigromancia.

Luca no supo cómo interpretar eso. Cualquier reacción que adoptara podía ser la que empujaría una impulsiva puñalada facial, así que se quedó tranquilito. Conocía a un tipo en Bello Monte que le cayó a puñaladas en la cara a un choro que se metió en su casa (el cuchillo que usó era el del choro). No le provocaba pasarse el resto de su vida rondando las tascas con fingida indiferencia ante el pavor que ocasionaría el Picasso en su rostro.

—A ver. ¿Te acuerdas de Matías Araujo?

Claro que se acordaba. Maldito, un carajo que se dedicó a hablar paja a sus espaldas mientras se hacía pasar por la víctima desvalida. No recordaba qué hizo para propiciar el raterismo social de Matías, pero recordaba que lo odió, lo odió tanto que de hecho lo maldijo. Dos semanas después, el autobús expreso en el que viajaba la lacra se estrelló en la Autopista Regional del Centro. Matías corrió con suerte; sólo se fracturó las piernas.

Algo dentro de sí, algo muy humano, buscaba disculparse por haber hecho esa maldición, pero no veía la conexión. Miró a Él, frunciendo el ceño, sintiendo una puntada en medio de las cejas.

—No entiendo —dijo.

Él se inclinó al frente, reposando los brazos en la rodilla.

—Nosotros íbamos en ese autobús.

Él se alejó, fue a la espalda de Luca y quien lo miró de frente fue el chivo. No se estaba moviendo demasiado.

—Sigo sin entender —dijo a la atención de Ella—: Matías fue el único herido en ese accidente.
—Primero, no fue un accidente —Ella apagó el soplete y lo puso en el suelo—. Tú lo provocaste. Segundo, lo sabemos. Siempre fuimos susceptibles a las fuerzas, pero lo que sentimos al momento del choque, ese poder, el odio que fue capaz de determinar al futuro… tuvimos que investigar, llegar a la fuente de la maldición. A ti. Somos grandes fans.
—Y ahora… —reapareció Él con una copa en la mano—, vas a potenciar nuestro poder.

Que Luca supiera, existe sólo una forma de aumentar el potencial nigromántico: consumir a un brujo más avanzado. En sentido literal, comérselo, tragarte su alma; consumirlo.

Lo único que podía tomarse en serio era que este par se lo tomaba en serio. Habían pasado mucho tiempo intimando con lo más oscuro de David Lynch.

Ella fue a la mesita junto a la cama, desató uno de los extremos de la soga y se trajo al chivo hasta la mesa, como una campesina punketa de las praderas. Miró a Él e hizo una leve inflexión con el rostro. El gemelo entendió, agarró al cuchillo con una mano. Con la otra, agarró al chivo por entre las orejas. El animal se encabritó.


Le cortó en la nuca. Fue un corte limpio, pero insuficiente. Tuvo que pasar la hoja varias veces, siempre en el mismo sentido, con el rumor de la carne separándose, de las excreciones del animal derramándose, de la sangre, los balidos aterrados, esos ojos desorbitados con pupilas dilatadas. El chivo se las ingenió para gritar. Ella le sujetó el hocico, forcejeando, chasqueando la lengua porque el sacrificio no se entregaba de buena gana. El cuerpo cuadrúpedo se dejó caer, de atrás hacia adelante. Cortada la espina dorsal, estaba muerto. Luca tuvo que apartar la mirada, al suelo, a la sangre que iba en discreta cascada, a sus sucios pantalones, a la negrura detrás de sus párpados. Sintió algo caminándole entre el cabello. No era inesperado. Una gota.

Ella tenía la cabeza del chivo sobre Luca, bañándolo. Con los ojos cerrados, el nigromante alzó la barbilla y recibió cuanto pudo de esa sangre en la boca, sobre la lengua, hasta tener un buen buche. Ella tiró la cabeza.

—Estás bien enfermo, ¿eh? —dijo.

Abrió los ojos, sintiendo el peso del líquido sobre los párpados. Tragó.

—¿No van ni siquiera a decirme cómo se llaman? —preguntó— No nos hemos presentado.
—No somos estúpidos, Aleggio —Ella recuperó el soplete—. Cree que le vamos a decir nuestros nombres reales.
—Yo soy Tegoteo Blanco —dijo Él. Había apartado la silla frente a Luca y ahora disponía velas negras en círculo, formando un perímetro—. Ella es Candy-Candy.

Hijos de puta.

Tuvo que esperar a que las velas estuvieran en sus lugares y las mechas encendidas. Él cambió el yesquero por el cuchillo. Le hizo un gesto incompresible a Ella con la hoja.

—Estamos listos. Arranque, Berroterán.

Los labios de Ella se estiraron a los lados, dientes blancos como perlas se asomaron. Una sonrisa de anticipación, de gozo y Luca tuvo un segundo para preguntarse si sus pezones no estarían duros.

La llama azul se levantó. Luca la tuvo a nivel de la cara.

Ella empezó a hablar y el nigromante pegó la barbilla al pecho. Roncó, expectoró, se ahogó por un par de segundos, alzó la barbilla a la mujer y un esputo de pasta escarlata salió volando, con el sonido de un escupitajo flemático, aterrizando en los ojos de la torturadora. El soplete cayó al suelo con el estrépito de las ollas. La masa roja echó venas, tentáculos, se afianzó en la cabeza rasurada sujetándola por las orejas y por el labio superior. Ella trató de gritar, pero no pudo. La masa de sangre de chivo coagulada le sellaba la boca. Dependiendo de cuánto pudiera contener la respiración, esto la iba a matar.

Él, por un puñado de preciosos segundos, no supo qué hacer. Luego soltó el cuchillo y se abalanzó sobre su hermana. Cayeron los dos al suelo y Él intentó, con las uñas, separarle el escupitajo viviente de la cara a su otra mitad. Le habría sido más fácil con el cuchillo, pero el pánico es una vaina muy arrecha.

Luca se concentró en el techo. Sus pupilas se giraron hacia el interior de su cabeza. Dos lunas pulidas quedaron en las cuencas.

—Te ordeno que te levantes, por la carne de mis padres, por la sangre de mi ángel, por el negro Nefren-Ka —dirigió su voz al cuerpo decapitado al que la sangre se le mezclaba en el pelaje—: ¡Vita, mortis, khario!

Con rasguños que lastimaban la carne debajo, Él consiguió abrir una brecha para que Ella aspirara bocanadas de oxígeno. El espacio despejado quedó tintado y con grumos rojos, como si no hubiese sido sangre muerta lo que la cubrió sino pasta de tomate. Ninguno reparó en el cuerpo del animal, que se incorporó sobre las patas traseras, se arrastró con las delanteras y se irguió como una persona. Sangre todavía brotaba en hilitos, derramándose por el pescuezo.

El golpe agarró a Él por sorpresa. Una ponzoña directo a la espina dorsal, con la fuerza suficiente para empujarlo, hacerlo caer sobre las rodillas, nublarle los sentidos. Ella seguía retorciéndose en el suelo y no pudo adivinar que el cuerpo del chivo levantó una de las patas traseras, dejando que su sombra se derramara sobre la garganta femenina.

Un pisotón.

Otro.

El cuerpo decapitado echó un paso para atrás, otro para adelante, arqueó la espalda y dio otro pisotón.

Luca no pudo evitar sonreír.

—Ven acá y libérame —ordenó.

El animal se aproximó. Frente a la silla, le dio golpes con las patas al espacio entre las rodillas del amo. La silla, de madera con un cojincito, se resquebrajó. Una serie de golpes más la rompieron. Luca cayó, se pasó las manos por debajo de los pies y se levantó, todavía maniatado, con las patas de la silla amarradas a las pantorrillas, pero indudablemente en control de la situación. Debieron amordazarlo.

Él volvió a dedicarse a su gemela. No había visto el ataque del chivo, así que trataba todavía de despejar aquel cancerígeno gargajo.

—Juan Pablo, me muero —dijo Ella—. Sácame de aquí.
—Mátalos —dijo Luca.

Sin momento para la contemplación, Él cargó el cuerpo de su hermana y huyó de la habitación, luchando con torpeza ante la puerta, sin voltear ni un segundo; ninguno de los dos tenía idea de que habían sido atacados por un animal sin cabeza. Pero como Él iba corriendo y los espíritus que impulsaban a la carcasa sólo podían hacerlo caminar, escaparon.

—Detente.

El chivo paró. Luca le puso una mano en la espalda cuando pasó junto a él. Cayó muerto, un costal de pelos, carne y huesos. Sin espíritu.

El nigromante se asomó al pasillo; para cuando los curiosos aparecieran, hacía mucho que él tendría que haberse alejado. No se engañaba, había corrido con suerte, nunca había pensado en la posibilidad de que alguien lo considerara un objetivo. Se veía muerto, amarrado a un lado de la autopista, entre detectives burlones, disfrazado de otra víctima del hampa. Cojeando, fue al ascensor, presionó el llano botón y esperó. Un whisky puro le caería perfecto ahorita y, de momento, se planteó ese como su objetivo último de la noche. O eso esperaba. Entró en el ascensor y marcó sótano, el nivel que está debajo de la tierra.



Consideraciones Para Los Que Viven Al Margen



10:45 p.m.


Los hombres cruzaron las defensas de aluminio (de cerca parecen placa sobre placa de latón) que separan a la autopista del Guaire. Más allá, una pendiente, vegetación de pantano y el río mismo, en todo su ocre y oloroso esplendor. Con una mano en el pecho, en una pose que recordaba a los cuadros de Napoleón Bonaparte, Luca inspiró profundo.

—¿Hueles eso? No es el aroma del éxito.

El otro bajó el arenoso arcén. Torpe al principio, buscaba que sus botas montañeras tuvieran asidero en un terreno que no sólo no estaba hecho para ser cruzado, sino que te era hostil si lo intentabas. Uno de esos lugares que la naturaleza ha reclamado para sí y no va a soportar tus mariqueras de caballero aventurero.

Montado sobre el hombro, un saco del que sobresalía una escopeta y una pica.

—Vamos, Luca.

El hombre de negro no se movió.

—¿Sabes lo que pasa si damos un mal paso, no? Vamos a caer en un río de mierda, literalmente.
—Estoy tratando de no pensar en eso.
—¿Sabes qué es más efectivo? Irnos.

El del saco extendió una mano hacia el interlocutor.

—Vamos. Yo te sostengo.
—Y te sumo peso y nos caemos los dos. No.

Una breve mirada y el saco se posó en el suelo.

—¿No estarás pensando en irte?
—Siempre estoy pensando en irme, desde que te presentaste en mi casa. Existe un invento llamado “teléfono”. Nos habría hecho más cómoda la charla.
—Igual viniste.
—No me lo eches en cara —Luca comenzó el descenso—. Esta es la idea más estúpida con la que he estado de acuerdo.
—Estás haciendo lo correcto —fue el recibimiento cuando ambos estuvieron al mismo nivel.
—Sí, Tony. Este es el olor del bien.
—Por favor. Vamos.

Se repitió la escena: el primer hombre agarró el saco, se lo echó al hombro y siguió bajando, el otro se quedó mirando. Era un saco de gimnasio, vertical y del largo de toda la espalda. Era un pequeño milagro, Luca pensó, que Tony no tuviera una especie de joroba. De por sí era milagroso que Tony alcanzara los cuarenta y seis años. Bajaba por la pendiente como un gato. Un gato viejo, pero gato al fin.

—¿Qué es de la vida de Nina? —preguntó Luca, en cuclillas.
—Ten cuidado con las piedras, no apoyes el pie.
—Burda de bonita. Unos ojazos.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
—¿No te da ninguna señal que no te la haya mencionado?
—No. Nunca hablamos, Tony, ¿sabes?

Tony se detuvo. Se aguantó de un arbusto que emergía de la tierra como los huesos torcidos de la ciudad.

—Nina me dejó. Hace diez meses. Se llevó todas sus cosas.
—¿En serio? ¿Y todavía cuentas el tiempo?
—¿Qué intentas decir? Ya, sácalo de una vez.
—No te me pongas a la defensiva.
—No, en serio. Ya basta, la mala actitud, la ladilla con todo lo que digo; te quejas más que un camión de cochinos. Habla, Luca, sácalo de una vez para que podamos continuar.

El nigromante bajó un paso. Luego otro. Suspiró, cerrando los ojos, acostumbrándose al aroma natural de los desechos de la ciudad.

—¿Por qué crees que Nina te dejó?
—A ver.
—En serio.
—Dime. Cuéntame por qué Luca Aleggio cree que mi pareja me dejó.

Por un momento, Luca se arrepintió de haber traído al debate contra esta esquina. Si había algo bueno de este momento es que podía decir lo que venía sin tener que ver a Antonio a los ojos.

—Ponte en sus zapatos —dijo—. Este estilo de vida que traes. Sales de noche y me imagino que llegas a la casa bañado en sangre. Las noches en que llegas. Te pasas los días persiguiendo bichos y ella no sabe si, cuando sales por la puerta, te va a joder un choro, un policía o la casita del terror. Si me preguntas a mí, duraron demasiado, más bien. Te debió querer mucho.
Estudió el terreno, apoyó las palmas y bajó poco a poco. En su visión periférica, una bolsa de mercado estaba atrapada entre el cauce y un puñado de ramas. Era fácil concentrarse en ella porque era blanca y gemía con la misma voz del agua, hablaban el mismo idioma.

—No representas un futuro para nadie, Tony.
—¿Sabes por qué me eligió a mí y no a ti? —fue la respuesta inmediata.
—Ilumíname con tu brillante introspección.
—Tanto por quién eres como por lo que eres. La muerte baila a tu alrededor. Yo tuve año y medio de satisfacción. ¿Cuánto tuviste tú, diez minutos?
—Creo que…

Volvieron a estar al mismo nivel de la pendiente.

—…lo que podemos concluir es que somos los secretos caminantes de la ciudad. Este río nos es apropiado. Aquí se reúne todo lo que Caracas no quiere ver. Felíz San Valentín.
—Estás muy poético.
—No me jodas. ¿”La muerte baila a tu alrededor”?

Tony dejó morir al debate. A orillas del río ya, con un flujo pacífico pero traicionero. Bien podías navegar por el Guaire como ser arrastrado y consumido, sin que el río se detuviera a considerarte. Ha comido cosas peores que tú.

—Sólo un subnormal podría pensar en hacer… —Luca llegó a la orilla, con paranoico pudor— un sancocho aquí.
—¿Sabes que echaron para atrás ese proyecto?
—No lo sabía, pero es obvio. ¿Y ahora?

Tony se sacó una linterna del bolsillo de la chaqueta. Larga y plateada, parecía un control remoto con un sol al extremo, esperando para un amanecer personal. Hágase la luz.

—Ahora buscamos la cueva —dijo.
—Qué emocionante. ¿Qué tal si apagas esa linterna?
—No confío en esta orilla.

Echaron a andar en fila india, con el reflector de Tony prediciendo los pasos para los dos.

—Yo no confío en los pacos que nos van a parar cuando vean que rondamos un río en el que dejan cadáveres botados.

Tony dio media vuelta.

—Estamos en Baruta —dijo.
—¿Y?
—Si nos para la policía, ¿cuál prefieres que lo haga, Polibaruta o la PM?

El nigromante reflexionó por un par de segundos.

—Okey —dijo.

Volvieron a caminar.

Por encima de ellos, en la autopista, la ciudad volvía a sus casas. El día había sido largo, el tráfico inclemente y el mañana no dejaría cuartel.

—¿Estás seguro de que son necrófagos? —preguntó Luca.
—Sí.
—Porque los necrófagos comen muertos. Por eso se llaman así.
—Estoy seguro.
—No atacan gente viva. A menos que sean niños o muy viejos y débiles.

Tony se detuvo otra vez.

—Es lo único bueno que tienen los necró…
—Tengo dos meses persiguiéndolos, Luca —habló por encima del hombro—. Los vi arrastrando a un niño hasta la cueva.
—La cueva a la que vamos. Necrófagos agresivos. Y venimos a atacarlos de noche.
—No tengo tres días en esto —se reinició la caminata—. De día sería impensable. Los necrófagos rondan los cementerios, que tengan esta cueva ya es raro. No sé cómo, pero se organizaron y están matando a los niños que duermen por aquí.
—¿Cómo sabes que son ellos y no algún sádico tipo El Comegente?
—No me porfíes.

Quince segundos de paz, puntuados por espacios en los que el sol iluminaba los rincones.

—¿Sabes que esos niños que los necrófagos se comen son lacritas, choritos y los asesinos del mañana?

Tony apuntó la linterna directo al rostro del nigromante. Pudo ver cómo las pupilas se encogieron.

—Tienes una negatividad insufrible, Luca. Imagino que tienes cualquier cantidad de amigos.
—Quítame la luz de la cara.

La petición tardó en ser cumplida.

—Son personas. Y son niños. Mal que bien, son vidas humanas.
—Qué lindo, estoy cazando monstruos con el Capitán América —Luca se revisó el torso y chasqueó la lengua. De todas las noches en que pudo olvidar sus cigarros, tuvo que hacerlo en esta. Era una vergüenza como fumador:—. Te voy a echar una historia, Capi. Hace cosa de año y medio, esos carajitos apuñalearon a un trabajador en Plaza Altamira. Lo asaltaron, el tipo no les quiso dar lo que trabajó ese día y le metieron un cuchillo en el cuello. Esos carajitos, Tony. Y si no fueron ellos, se parecen igualitos.
—Me das asco.
—Entiendo tu charla de “ayudemos a los que no tuvieron las oportunidades de entender”, está comprobado que la solución es la regeneración social, pero ¿no has hablado nunca con un muerto por causas violentas? Porque yo sí. Y te digo, el violín más pequeño del mundo toca por los asesinos. No quiero sonar indiferente, pero que se jodan. Si esos necrófagos nos cojen y nos joden, me voy a arrechar demasiado sabiendo que entregué mi vida por unos malditos que se dedican a arrancársela a los demás.

El hombre del faro bajó la luz.
 
El río fluía en un sentido, los carros en otro. El gélido viento le alborotaba una picazón en la tráquea que se traducía en el augurio de una tos. Volvería a tener gripe que quizá degeneraría en una enfermedad pulmonar, no sería la primera vez. Y eso era si sobrevivía lo que estaba por ocurrir. Confiaba en sí mismo, sabía que sus posibilidades de triunfar eran buenas. Y mañana miraría al tráfico, con sus hinchados autobuses y sus cancerígenos motorizados, sin tener ni más ni menos que la mañana de ayer.

—¿Tienes un cigarro, Tony? Sé que la pregunta es estúpida.
—Tienes razón —murmuró.
—¿Qué?
—Nada —alzó la linterna otra vez—. Igualito, están empezando con niños de la calle, le agarran el sabor a la carne humana. Mañana podrían atacar a muchachos inocentes. Jóvenes incapaces de lastimar a nadie. No quiero vivir con esa posibilidad.

Iluminando medio metro más alante, un promontorio de rocas removidas. O era una choza improvisada o era algo digno de ser investigado. Se adentraban en esta tierra de nadie y el río los había tolerado demasiado. Cada paso los alejaba de la camioneta de Tony, a un lado de la autopista, que bien podía estar en las manos de cualquier atracador ahorita, rumbo a ser la herramienta con la que secuestrarían a alguien. La cadena de favores funciona corrompida en la noche de esta ciudad.

Luca se detuvo.

—Uhm… voy a decirlo —anunció.
—No.
—No sé si te has dado cuenta, pero ¿le has prestado atención a la juventud de esta patria grande? Herederos de más de doscientos años de luchas, de una sociedad que ha podido aprender de todas las metidas de pata de la humanidad desde la cuna de la civilización, la generación más privilegiada desde que el primer indio decidió hacerse un círculo social cerca de su churuata y míralos: estúpidos, sin sentido de quiénes son y sin que ello les importe. Tienen a toda la información que quieran al alcance de un click y les importa es verse bien para poder encajar mejor en círculos de muchachitos afrancesados. Estos no son los hijos de La Era de Acuario, Tony. No es una generación de héroes. Es la generación muerta, los que tuvieron la oportunidad y la dejaron pasar porque la tele tenía algo más interesante. Niños que toman prozac porque papi no les compró un camión de bomberos a los cinco años. Si esos necrófagos deciden subir en la pirámide alimenticia, hey, es evolución.
—¿Ya?
—Una generación de idiotas que se lo creyó cuando la tele les dijo que ser artistas famosos solucionaría todos los problemas de la vida. Ya.
—Qué bueno.

Llegaron a las rocas, los trapos y los escombros. Con el pie, Tony removió aquello, llevando el deseo momentáneo de estar equivocado y que saliera algún indigente a pedirles que lo dejaran en paz.

En vez, una boca bajando por la tierra se abrió.

Ni siquiera el cuerpo del río podía disfrazar el dulzón olor que ascendía de esa garganta. Ellos habrían de bajar por ahí. La tierra tenía que tragárselos.
Tony volvió a poner el saco en el suelo —con un borde humedeciéndose por el agua— y extrajo la escopeta, un par de linternas sujetas con bandas y, con la misma mano que sostenía las linternas, una pistola. Se la tendió a Luca.

—No. No me gustan las armas.
—Agárrala. Esto se va a poner feo.
—Asegúrate de que no.
—Luca. Coge la pistola. Es por tu bien.

Y el rencor se hizo sentir, esparcido por el viento de la noche. Luca agarró la pistola y una linterna.
Tony se puso la banda alrededor de la frente. Presionando un botón en el pequeño faro, la linterna se encendió. Apagó la que traía en la mano. Con esa luz ahí, como el ojo de un cíclope, Luca fue incapaz de ver los ojos orgánicos de quien lo trajo.

—Mantente detrás de mí y ten los ojos bien abiertos —dijo Tony.

Entraron.


6: 53 a.m.


 Salieron por una abertura lejos de aquella por la que entraron. Lo primero que los ojos de Luca registraron fue un ataúd verde —que su cerebro pudo traducir como un metrobús. Salió del hoyo dándole garrazos a la tierra, como un neonato que lucha por nacer.

La luz le escocía en los ojos.

Inhaló, exhaló. Inhaló, exhaló. Apoyándose las manos en las rodillas, inhaló… y un riachuelo de vómito le salió con indiferente inercia, naranja, aterrizando entre sus pies. Le salpicó las botas.

Tony salió hasta la cintura, dando la impresión de haberse atorado, de que si lo tomabas por una mano y lo halabas, te quedarías agarrando a un cadáver porque no había más debajo del ombligo. Pero salió. Metió las manos otra vez en la madriguera y sacó las armas y su funda.

Con la barbilla pegada al pecho, Luca se miró el antebrazo. Sintió frío. Le estaba bajando la tensión.

Dio un par de pasos hacia atrás y se sentó. Un carro tocó la corneta y otro contestó. Siguieron con el trajín, indiferentes a lo que ocurría a un lado del pavimento.

—Luca. ¡Luca!
—¿Qué?
—¿Qué día es hoy?
—Martes. Se me está bajando la tensión.

Tony supervisó los alrededores. Mantenía sus lentes circulares todavía descansándole en el puente de la nariz.

—Ya vamos a solucionar eso.

Luca se quitó la chaqueta. Su camisa blanca tenía el frente lleno de tierra y seguía limpia hasta el antebrazo derecho, donde estaba abierta y salpicada con sangre. Tres cortes con bordes hinchados como labios asomaban debajo.

—Voy a necesitar puntos —dijo—. Gracias, Tony.
—Eran necrófagos. ¿Sabes lo que eso significa?
—De bolas que sé lo que significa, pajúo, tú también y aún así me trajiste. ¿Me vas a pagar la bruja? Irresponsable —y luego consigo mismo:—. La única que cura esta vaina… coño e’ la madre, vive en Nueva Orleáns.
—Tiene que haber una por aquí.
—No hay.

Lo que iba a decir se interrumpió por otro impulso de vértigo. Se acostó, apoyándose en un codo. Respiraba por la boca.

—No hay —repitió.

Tendría que agarrarse puntos, luego irse al norte en las próximas setenta y dos horas y ver a la curandera, que le abriría las heridas otra vez. No quería ni empezar a pensar en el dinero…

—¡La puta madre, CADIVI! —gritó, tapándose la cara con las manos.

Tony se acercó. Cojeaba de una pierna.

—¿Qué pasa con CADIVI?
—Tengo que hacer carpetas y anunciar el viaje y esa puta mariquera, no puedo salir de emergencia.
—Tiene que haber alguna forma.
—¿Qué le explico al banco? “No, bueno: salvando a unos huelepega, me hicieron esta herida unos monstruos. Es venenosa”.

Eructó, cerró los ojos con fuerza y agarró la chaqueta en un puño. Se paró.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó Tony.
—No me busques nunca más, mamagüevo. Es en serio, Antonio, ya estamos a mano. No te debo nada.
—Déjame llevarte a la clínica —se acercó.

Luca se echó para atrás como impulsado por un choque eléctrico.

—No me toques.

Se puso la chaqueta, que llevaba las mangas impolutas. La herida quedó oculta.

—Ya resolveré —dijo—. Siempre resuelvo.

Paneando los alrededores, consiguió a un quiosco. Podía hacer todo lo que el día le pidiera, pero no sin un cigarro. Caminó.

—Gracias, Luca.

El nigromante le hizo la señal del dedo.

—Cínico. Nojoda —fue su despedida.



Sayona-Pop

(Historia participando en concurso)

El Hombre Malo




El hombre tardó en encontrar una posición cómoda sobre la silla. Luca se le quedó viendo: se pasó las manos por el pelo, miró por encima del hombro, revisó las esquinas con la mirada, cruzó las piernas, las descruzó, se rascó la cara, se miró el reloj de pulsera.

—Se me hace tarde —dijo—. Tengo que irme a trabajar. Pero es que ese es el problema, doctor, me persiguen. Me persiguen. Volteo y no están ahorita, pero cuando salgo a la calle, están entre la gente, a veces me monto en el autobús y van en los asientos, o en la gente que sale del metro. Me llaman por teléfono a la casa. Me salen en los sueños. No entienden que yo no los…

Otra mirada a las espaldas. Se inclinó sobre el escritorio. Susurró.

—Yo no los maté, doctor. Coño, coño —se descompuso, gimoteando con la cara entre los dedos—, yo no los maté.

Luca se metió la mano dentro del bolsillo de la camisa, por debajo de la chaqueta. Sacó un cigarrillo, se lo llevó a los labios. Encendió.

—Mire, el problema es que son muertos del once de abril. ¿Se acuerda? Claro que sí, el golpe, el golpe a Chávez. Creen que yo salí a la calle a echar plomo y los maté. Pero yo ni estaba en Venezuela. Yo no tengo nada que ver con eso y no me dejan en paz. Todo me sale mal, mi… mi suerte es de lo peor. Los siento escupiéndome en la comida. Cuando me baño, cierran la llave del agua caliente. A veces cierran la fría. Yo traté de decirles, “yo no fui, déjenme en paz, yo no tengo nada qué ver”, pero no me hacen caso. Se ríen. Tienen tiros en la cabeza, en la cara. Cargan franelas políticas o banderas de Venezuela, doctor, me están volviendo loco. Yo lo que quiero es que, mire, yo lo que quiero es…

Luca levantó la palma.

—No llores —dijo. El cigarrillo le bailó en la boca.
—¡Coño, doctor, pero es que yo no los maté!
—Lo que hayas hecho o no, es cosa tuya. Si tienes la plata, estaré encantado de ayudarte. Si no, yo te sugiero que te compres unos tapones para los oídos. Hay gente que aprende a vivir con muertos encima —chupó del tubito de nicotina, haciendo al extremo convertirse en un sol sin galaxia—. No literalmente.

El hombre calló, asimilando las palabras como a una cachetada. Se metió la mano en el pantalón y sacó un bloque de papel envuelto en una liga. Desenvolvió el bloque y descubrió un fajo de billetes (con otra liga).

—Seis millones —dijo—. De bolívares viejos, seis mil de los nuevos.

Luca estiró la mano, le quitó la liga a los billetes. Contó.

—No son nada más los muertos del once, doctor. Son los del once, el doce, el trece. Todo el que se murió esos días. Me persiguen. Yo he pensado hasta, hasta lanzarme al metro. Pero me dijeron que lo que querían era eso, que yo me muriera para poder arrastrarme. Me quieren llevar, no sé adónde. Que no descansarán hasta que yo pague, que sufra como ellos han sufrido sin encontrar descanso. Mire, yo he hablado con paleros, con santeros, me fui pa’ allá, pa’ Barlovento, pa’ Virongo, con brujos de toda clase y me dan que si remedios, polvitos blancos o… unos rituales que no sirvieron pa’ un coño, hubo un negro que me dio un aceite para que me echara encima y eso los molestó más. Fue por desesperación…
—Coooño, perdí la cuenta —el cigarrillo tembló otra vez entre los labios—. Trata de callarte un momento.

El impulso del hombre a levantarse de la silla quedó clarito. La moción no hizo eco en su conciencia, se volvió a sentar. Se sostuvo la frente con una mano.

—Claro, doctor, perdone.

Luca Aleggio duró cuatro minutos contando la plata. La contó dos veces, con una ligera inclinación de la cabeza. El hombre entrecruzó los dedos, alzó las cejas, revisó el celular.

—Aquí falta plata, chamo —dijo el doctor—. Cinco quinientos.
—Es todo lo que pude reunir. Yo me comprometo con usted a que…
—¿Quién te refirió?
—¿Cómo?
—¿Quién te refirió, quién te dijo que vinieras?

El cliente contestó con la barbilla pegada al pecho. Parecía un perro al que regañaban por vomitarse en la alfombra.

—La señorita Pilar Monterroso.
—La señorita Pilar Monterroso —Luca abrió una gaveta del escritorio y sacó un grueso volumen de tapa dura. Cayó ante él como un bloque. Abierto, el doctor buscó pasando las hojas de ese primo lejano del libro de contabilidad. Al llegar a una página, apuntó al papel con el índice y fue bajando hasta detenerse—. Aquí. Un trabajo fastidioso, pero pagó bien.

Cerró el libro y lo devolvió a la gaveta. Inclinado sobre el escritorio, preguntó:

—¿Ella no fue lo suficientemente clara con respecto a mis tarifas y modo de pago?
—Sí, doctor, pero es que estoy desesperado, de verdad se lo digo…
—No lo suficiente. Yo no trabajo así.

Poniéndose pálido y con los labios ya secos, el hombre se quitó el reloj de pulsera, apresurado como si se le hubiese puesto al rojo vivo.

—Acépteme este reloj, doctor, por favor.

Luca lo recibió, estudiándolo a continuación en la palma de su mano.

—Esto no cuesta quinientos. ¿Cómo es que te llamas tú?
—Horacio, doctor. Mire, eso es todo lo que tengo ahorita. No puedo esperar más.
—Excelente —otra calada al cigarrillo, se lo quitó de los labios y lo dejó entre los dedos, haciendo al humo danzar como una serpiente etérea cuando gesticulaba con las manos:—. Al salir de aquí, agarra a la derecha. Sigue full hasta un puesto que vende jugo de naranja. Al girar la cuadra, hay un farmahorro. Cuarenta lucas unos tapones para los oídos. O puedes ver qué te dice un arepólogo.

Horacio se pasó las manos por la cara, dejándosela brillante y húmeda. Parecía que tenía algo sobre la nariz que no se podía quitar y resolvió dando un puñetazo sobre la mesa.

—¡Doctor, no voy a aceptar esto!
—Lo del arepólogo es en serio, de verdad existe.

Horacio se levantó, contempló al hombre que le dijeron que podía resolver sus problemas si contaba con el dinero necesario y salió de la oficina. Luca abrió otra gaveta y extrajo una agenda café. Anotó todo lo referente al potencial cliente: nombre, apariencia, quién lo refirió, naturaleza del problema y solvencia. Cerró la agenda, la devolvió a los confines del escritorio y sacó la novela que leía. La Hermandad, de John Grisham.

Se abrió otra vez la puerta de la oficina. Horacio, en su delgada, pálida y sudorosa gloria, con el celular en la mano. Luca temió, por un momento, que el hombre se sacara una pistola de la espalda, la clase de estupideces que hacen los ignorantes cuando están asustados. En vez de eso, dijo:

—Acabo de hablar con un primo. Me dijo que me tiene la plata para ya.

Luca sonrió y sacó su agenda café.

—Magnifico, Horacio, esa es la actitud correcta —anotó.
—Necesito que me haga este trabajo ahora, doctor.

Horacio lo vio revisándose el reloj.

—Ok —dijo. Cerró la agenda, la metió en su cuna y se paró—. Voy a hacerte un cliente satisfecho.

Tomaron el metro. Antes de entrar, Luca recibió el bloque de papel y le explicó a Horacio que tomaba todo el dinero antes de empezar a trabajar. Si el primo no estaba con la plata, él se iba, quedándose con los cinco palos quinientos, como “impuesto al engaño y la pérdida de tiempo”. Empezada la labor, Luca podía abandonarla a discreción si lo consideraba conveniente, sin que eso acarreara la devolución del importe pagado. Si Horacio quedaba satisfecho, recibía, a cambio, una tarjeta del llamado “doctor” Luca Aleggio, para que se la diera a alguien que creyera necesitado. Si no quedaba satisfecho, pero por lo menos vivo, no estaba en la obligación de pasar una tarjeta que igualmente recibiría.

—¿Cómo que si quedo “por lo menos vivo”? —preguntó Horacio.

Luca contestó con un prolongado silencio, agarrándose de los ganchos en el vagón, entre una mujer con una franela de Chino y Nacho cargando a un bebé y un calvo con franela de la misión Robinson.

Llegaron a Capitolio. Luca dirigió la marcha, en sus pantalones y saco negro, con sus botas sucias, su cabello blanco alumbrado por la caótica vida subterránea. Subieron las escaleras, entrando a un mundo de multitudes que iban o venían, sobre motos, con autobuses cuyo único anunciante era un flaco con gorra gritando la dirección por la ventana del copiloto. Caminando a donde fuera que el doctor andaba, pasaron junto a dos canes peleando por un trozo de carne negra, un carrito de perros calientes que olía a salchichas y a desesperanza. Pasaron junto a un callejón y alguien estrelló una botella contra la pared.

Horacio agarró a Luca del hombro.

—Están aquí —dijo—. Nos ven.
—Hmm. ¿Seguro?

Entraron a un centro comercial de alargados pasillos, dedicado a joyerías y casas de empeño.

—Sí. Quieren que se vaya, doctor.
—Lo que yo quiero saber —señaló con el índice a un gordo que usaba lentes oscuros dentro del edificio— es si ese carajo es primo tuyo.

Horacio se adelantó con paso apurado. Abrazó al gordo, cuchichearon y el que debía ser el primo le pasó un puñado de billetes. Horacio se los tendió a Luca. Satisfecho con la transacción, Luca despidió al primo, abrió el local que tenía preparado para esta clase de labores, subiendo la gris santamaría. Invitó a Horacio a pasar. Era un cuarto a oscuras, sin ventanas. Dentro los dos, Luca bajó la compuerta.

Se hizo la luz. Un desnudo bombillo de luz dorada colgando del techo por unos cables. Todo el cuarto era de hormigón. No había baldosas ni muebles ni nada. Una recámara desnuda y fría. El doctor caminó al centro y se sacó otra agenda de la chaqueta. Leyó bajo la luz, pasó una página. Asintió. Se guardó el manual y sacó ahora unos guantes negros.

—Ven —dijo—. Entra al círculo.
—¿Qué círculo?

Luca estaba parado dentro del aro más pequeño de dos, uno en el otro. Entre ambos círculos había dibujos e inscripciones tatuadas en la estructura con cincel y algunas esquinas de esas impresiones tenían tintes escarlata. El doctor llamó a Horacio con una mano. Parados los dos dentro del círculo interno, el doctor entrecruzó los dedos y se los hizo sonar, estirando las palmas. En la oscuridad, el cliente no lo vio venir: un destello descendiente, como una gota de lluvia de mercurio. Un ardor se extendió por toda su mano y al levantarla, vio que la tenía manchada de sangre. El doctor le agarró la muñeca y sacó la mano del círculo, dejando que goteara afuera, sobre los caracteres.

Horacio quiso apartar la mano, balbuceó sinsentidos. Se quedó mirando cómo su vida se separaba de su cuerpo en negras gotas.

—Deja la mano así —dijo Luca, guardándose la navaja dentro del saco—. Y no te rías.
—Doctor…

Luca alzó las manos. Al techo. A un cielo sin estrellas. Con los ojos cerrados, murmuró. Dio un paso adelante y la gota que iba a caer de la cortada que Horacio tenía en la mano se prolongo. Se estiró. Se arqueó, como una lombriz de sangre que quería escapar. El doctor abrió los ojos, sin pupilas, y la boca, babeante.

—Espíritus de esta tierra, espíritus por debajo. Espíritus mirándonos. Yo reclamo vuestra atención, Niggzhidá. Atiendan mi llamado de buena voluntad, con palabras que no buscan engaños, con intención libre de manipulación. Un contacto es lo único por lo que suplico.

Horacio sintió un olor a ozono. La boca le supo a ese ocre gusto de cuando te taladran una muela.

—Dentro de este círculo sacro hago el llamamiento, Niggzhidá. Para que nuestros destinos puedan continuar sus propósitos después de esta bendición.

El doctor bajó una mano y apuntó con la otra al techo. Los sonidos que hizo fueron guturales, como arcadas, como croar.

Una corriente helada los sacudió. La luz osciló de acá para allá, desnudando a las sombras con el vaivén. No una multitud de fallecidos estaba en la esquina, sino un único hombre, en shorts, pálido, con ojeras púrpuras. Aparecía y desaparecía, de acuerdo a lo que el bombillo bailante permitía observar. Era flaco y tenía los antebrazos pegados al pecho, los puños junto a la mandíbula.

—Horacio —susurró.

El cliente sintió la fuerza írsele de los hombros. Su mano, cubierta de desesperados hilos de estambre hematómico, bajó. Luca se la agarró, volviendo a estirarla por fuera del círculo.

—Vengo por ti, Horacio —era una voz sin voz. La voz del viento. Palabras sin entonación.
—Yo no te hice nada —apenas audible del cliente.
—Un momentico —Luca dio un paso al frente, cerca del anillo de los grabados—, ¿quién mierda eres tú?

El flaco dio un paso hacia ellos. No era flaco y no era un hombre. Era una mujer de pelo largo, embarazada. Sangre le goteaba de una fosa nasal. Horacio trató de acercarse la mano otra vez y Luca tuvo que sostenérsela con fuerza para que no la retirara.

—No rompas el escudo, estúpido —dijo, y luego a la mujer, que era realmente un niño sin manos:—. Explícate ahora. No vienes de la umbra.
—Todas las voces somos una, Luca Aleggio.
—No, no lo somos. Yo no te llamé a ti.

El niño, que de niño sólo conservaba la cabeza (ahora en un cuerpo de pájaro gigante y negro), vomitó plumas de ceniza al hablar:

—Lo quiero a él. Vengo por mi tributo. Ol odnamed.
—Oh, no. No, no, no.
—Doctor, ¿qué está pasando?

La corriente de aire volvió, desde los tobillos, subiendo como un gas venenoso.

—Te tengo una buena y una mala noticia —dijo Luca—. La buena es que ya identifiqué la razón de tu embrujo y no es un fantasma. La mala es que es un demonio. ¿Has cometido un pecado grave o jugado con magia negra o jodido bastante a alguien?

—No…

El pájaro, bípedo y antropomorfo, pataleó y metió un pie en el aro grabado.

Horacio apartó la mano, se cubrió los ojos con las palmas, llenándose el rostro de sangre muerta y gelatinosa.

Luca pensó en gritar una advertencia. La idea murió antes de nacer.

Brincó hacia atrás, cayendo sobre su espalda, revisándose el interior del saco sin conseguir una sola herramienta que le sirviera. Se le cayó la agenda. La caja de los cigarros. El teléfono celular.

Parado frente a Horacio, el ave negra con cara de anciano lo miró a los ojos. Horacio se orinó. Dejó los brazos caer. Al desaparecer el pájaro, en una nube negra, se derrumbó Horacio, desmayado, perdiendo la fuerza de los pies a la cabeza.

Luca siguió en el suelo. Se miró las manos, se metió una dentro del saco, se arrepintió y no sacó nada. Recogió sus cosas y volvió a guardárselas.

Ahí estaba Horacio. Gris. Secándose.

Tendría que disponer del cuerpo, no iba a dejarlo aquí. Tuvo que forzarse a tocarlo. La piel se le había puesto dura y tenía surcos; un hombre de madera con olor a cable quemado. La mirada con ojos que no se diferenciaban de la piel. La boca abierta en perfecta O.

—Es tu culpa. Te dije que no retiraras la mano —le agarró una muñeca. Unas conchas de piel cayeron, un crujido de galleta apenas audible y Luca pudo sentir a la mano del cliente bailarle por donde la tenía tomada, ya separada del brazo. Se quejó, cerrando los ojos hacia un lado.

No quería soltar esa muñeca, pero lo hizo al fin. La mano cayó al suelo y dos dedos se quebraron.

Luca se buscó el celular. Hundió el botoncito del menú de su blackberry y buscó sin saber a quién. No tenía señal. Todos los nombres en el celular eran el mismo. El suyo propio. Su cerebro tardó varios segundos en registrar el significado de esto.

Horacio lo estaba mirando, con ojos humanos, con sonrisa negra.

Le agarró las solapas del saco con la mano que le quedaba, manchándoselo de ceniza.

—Te tengo en la lista, Luca Aleggio —dijo Horacio no con su voz, no con la voz sin voz, sino con la de su mamá, con el mismo acento, las mismas inflexiones.

Las pupilas de Horacio se quebraron y el color dentro se derramó.

Luca peleó con torpeza.

—Desde hace rato que te estoy viendo —dijo la cosa, hundiéndose en el suelo—. Pero tengo que ir poco a poco. Porque me despedazo.

Sonrió, ya con los ojos de petróleo, y se perdió en un espacio líquido del hormigón. Sólo dejó una mano afuera.

Luca se paró, fue a la santamaría, trató de abrirla y se le cayeron las llaves. Cuando al fin la abrió, un olor a arroz con pollo le llegó. Una gorda de licra roja comía ante él, sentada en un banco, junto a una minitienda de ropa. Masticó con la boca abierta. No le dijo nada, ni siquiera cuando lo vio correr a toda prisa, tropezando con una doña cargando unas bolsas.

Llegó la noche con el nigromante sentado ante la barra de unos chinos en los palos grandes. Todavía le temblaban las manos y tenía una congregación de botellas de solera verde, muertas a su alrededor, escuchando la perorata que a nadie más le interesaba recibir. Lo que tenía en las manos era un vaso de whisky puro.

—Chino. Tráeme otro.

El chino se quedo parado, con las manos cruzadas frente al cuerpo.

—Eres un chino coño e’ tu madre. No le das un trago a un carajo que perdió el alma. Está bien —apuró todo el trago en un impulso—. Nadie llora por el hombre malo. Pero yo de verdad lo quise ayudar, chino, ¿qué iba yo a saber de un diablo que lo perseguía?
—No más trago para ti.

El vaso golpeó la barra, dejando un aro de agua donde pisó.

—Te pago para que me sirvas. Y voy a tomarme todo lo que tienes guardado, todas esas botellas, maldito —se sacó el ladrillo de papel—. Aquí tengo un poco e’ rial. Dame otro whisky, chino cochino.

El chino sacudió la cabeza.

Luca se paró, trastabillando hacia atrás, haciendo al banco balancearse y a los pocos que miraban contener la respiración, a la espera de una estruendosa caída.

No hubo insulto, no hubo frase sabrosona. El brujo se quedó sin palabras. Se fue sin pagar. La noche lo saludó con muchachitos riéndose, veinteañeros fumando, cazadores de excusas para dejar correr a la hormona. Una burla se dibujó en su rostro. Tampoco le puso voz. Caminó de lado, por la acera, a la estación del metro que ya no se acordaba dónde estaba, se pisó a sí mismo y se cayó, sabiéndolo por la contundencia indolora en su cuerpo. Los carajitos con lentes de pasta demasiado grandes se rieron.

Una mano en la danzante imagen que registraban sus ojos. Una mano, la suya, echada al frente, abandonada de conciencia como dejó una mano de madera en su local de hechizos. Parpadeó. El duro concreto de la acera no le pareció tan malo. Se echó a dormir porque ya nadie llora por el hombre malo.