domingo, 17 de junio de 2012

Día del Padre




Luca llegó a la plaza. Podría haber sido una plaza cualquiera y, a esa hora de la mañana, sólo estaba poblada por borrachos adentrándose en el ratón y por los padres que habían abandonado una vida pendenciera para integrarse a la sociedad diurna, el estilo de vida de los que tienen un plan y quieren ser figuras modelo.

Tomó asiento en un banco. El aire fresco matutino se sentía tóxico, por alguna razón.

Debió haber sido menuda aparición, sentado en la plaza de Chacao, con esos niños corriendo atrás de sus pelotas de goma, un avatar de la noche en negro, manos en los bolsillos y lentes oscuros. Una gota aterrizó en su frente; llovería. Últimamente, lo único que ha hecho Caracas ha sido llover.

Tenía dos hombres a los qué dedicarles el día del padre y cada uno lo salvó en su forma particular. A veces, cuando las luces ya estaban apagadas y lo único que faltaba hacer en el día era quedarse dormido, se preguntaba si esos dos padres tendrían algún espectro de orgullo por el hombre en que se había convertido. Las manos, en los confines de su abrigo, estaban vendadas; se había ocasionado un salpullido durante un encanto —un intento por romper el pacto de un carajito estúpido con un hueste infernal. No funcionó. Luca perdió el uso de los cinco sentidos hacía dos noches, durante la ceremonia. Los recuperó anoche. Las únicas secuelas parecían ser esta piel de gallina con picazón. Y ve tú a saber, pero la tarjeta SIM de su Blackberry estaba quemada.

Ah, el chamo. No, el chamo fue, literalmente, arrastrado al infierno. El ritual fue un rotundo fracaso, gracias por preguntar.

Luca era la clase de hombres que, un buen día, descubre que no tiene nada en común con el resto de sus familiares. Era una posición particular (considerando que su familia, que él supiera, estaba constituida por un puñado de viejas perdidas en alguna catacumba italiana a las que nunca vería), pero incluso cuando era niño y vivía en un hogar normal y corriente, antes de las tumbas y las noches en vela, no habría tenido tanto en común con su línea de sangre. Lo que él hacía, de por sí, era ofensivo, una herejía de la peor especie: un nigromante que dedica sus talentos no a la persecución de respuestas sobre la vida y la muerte, sino a la venta, al mejor postor. No los conoció demasiado bien, pero sus padres lo habrían botado de la casa (o algo así). Al padre que sí tuvo chance de conocer, su tío Régulo, sí le tenía una reacción medida. Lo miraría por encima del hombro, con una ceja alzada y se tomaría un buen rato para sacudir con la cabeza y decir, en voz ronca, “Qué decepción”.

A la mierda. Estaban todos muertos. Cada quien hace con su vida lo que le da la gana.

¿Qué significaba este paseo matutino? Podría estar en su casa, echándose cremita en las manos y viendo al fútbol. En vez de eso, estaba entre los caminantes dominicales de Chacao, las familias que celebraban al padre, en un país en el que el padre abandona el hogar y la madre que resuelva como pueda.

Puto día del padre, lo odiaba.

Se rascó la cara. Un balón de goma, gris, con aros púrpuras y estrellas amarillas, paró en sus pies. Un niñito, regordete, se acercó corriendo. Luca le sonrió y le echó la pelota de vuelta, con un tenue movimiento del pie. El pequeño contempló el momento e hizo un puchero, la boquita vuelta una U invertida. Se restregó los ojos. Sin saber si ofrecer confort o disculparse, Luca se levantó. Cogió camino.

Cosas como comprar flores o “recuerdos” en honor a sus dos papás estaba más allá de él. Cuando las personas hacen algo así, es más para estar en paz con sus propias almas que para honrar a los que ya no están y eso está bien. Quiere decir que aún hay respeto, que los que se han ido siguen haciendo falta. Cruzando la calle, Luca se detuvo.

Estaba pensando en boludeces, se dijo. Efectos colaterales del día del padre: te pones filosófico.

Se arrimó a un quiosco, compró una cajetilla de Marlboro y encendió uno al instante. Fumando, volvió a tener la idea que negaría aún bajo tortura: a veces pensaba en entablar comunicación con sus padres. Y a veces, la tentación era demasiada. ¿Qué podía salir mal? El rollo con comunicarse con los muertos es que si la persona ya cruzó de plano, es decir, si ya dejó de vagar por la tierra de los vivos y, en la de los muertos, aceptó y llegó a términos con su nueva existencia, conseguirlos para conversar resulta difícil. Puede que no reciban el llamado, que la comunicación se pierda en los aires inexistentes construidos con últimos alientos. O puede que conteste alguien más —o algo más. La ventaja que él tenía era que, poniendo se su sangre, e imágenes de sus fallecidos, aumentaba dramáticamente sus posibilidades de contacto. Podría volver al apartamento con todos los ingredientes, trazar un círculo de sal, empezar los llamados.

¿Y si daba con ellos, qué?

¿Qué tal si no querían ser molestados? ¿O qué tal si él no quería oír lo que tenían que decirle?

No. Sepultó el pensamiento con la misma tierra que le había echado un centenar de veces antes. Se iría a la casa, compraría una pizza y se la comería viendo a la Eurocopa. Mañana había que trabajar y la resaca emocional del día del padre se perdería entre el pesar de los que venían a él para comunicarse con los muertos. Una labor impersonal e insípida que le resultaba cómoda. Habiendo fumado sólo medio pitillo, Luca lo echó al suelo. Empezaba a llover.


 

3 comentarios:

G. dijo...

Short. Good. Me quedó la intriga... ¿se resolverá más adelante? Nice, Mr. Drax.

Victor Drax dijo...

Sí, elementos de esta historia son cosas más exploradas en el futuro.

Gracias, Gaby!

Unknown dijo...

Me quedé con ganas de más, Draxo. Pero insisto, la mejor aventura de Luca es en la que esta con el amigo viendo carajitos huelepega. XD
but´s nice, es algo mas personal de Luca ¿no?

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