domingo, 8 de abril de 2012

Doble-Play




I
 
Las cosas salieron mal desde el principio.

La tipa salió al escenario, eso fue lo primero. Para esta hora, siete y cuarto de la noche, Venusliana tendría que estar encerrada en el baño con un ataque de vómitos, sarpullido, tos, boca seca, nausea, retención de líquidos, diarrea, embarazo psicológico, psicosis, síndrome post-traumático de estrés, prurito rectal doloroso, caspa y halitosis. Y ahí estaba montada, bailando y doblando la canción, dos bailarines “urbanos” —senda pinta e’ choros— acompañándola, uno a cada lado.

Era dudoso que Paulina se considerara una clienta satisfecha.

Cuando se presentó en su oficina, la tarde anterior, le puso en el escritorio la foto de una muñeca inflable, pero de carne y huesos.

—Esta maldita —dijo—. Quiero que se joda.

La parte de “se joda” la dijo sacudiendo la cabeza y apretando los párpados. El odio le salpicó a Luca en la cara.

—Es una perra, la odio, la odio. Se mete en todo lo que a mí me gusta y me quitó a dos hombres, doctor. Dos —alzó los dedos en forma de V, el símbolo de la paz—. Qué puta. A los dos se los lanzó cuando los conoció. Y bastó que viera que yo soy cantante para que se metiera a cantante. Por favor, si no sabe ni entonar. Yo tengo, mire, desde los once años viendo clases de canto, aprendiendo a manejar el aire, a proyectar la voz. Viene esa…

La pausa le hizo a Luca entender que la chica no sabía si decir “perra” o “puta”; había una “p” esperando a ser escupida por esos labios.

—ZORRA —dijo la clienta—. Pero es que claaaaro, como tiene esas tetas operadas… no sé cómo va a hacer cuando sea más vieja, se las irá a quitar. ¡Ay, ojalá y se le pudran! —alzó los puños a la altura de la cara, cerrando los ojos, fantaseando con prótesis mamarias necróticas. Luca no estaba preparado para esta clase de odio— Y como yo soy actriz, ¿qué hizo ella?
—¿Se metió a actriz?
—¿Qué? ¡No! ¡Se llevó su puesto de mandocas al frente del teatro! —un puñetazo al escritorio— ¡Qué maldita!

Luca cruzó las piernas. La muchacha era menuda, rubia y llevaba el cabello en dos colitas que caían detrás de cada oreja. Sus ojos no eran en realidad azules (se notaba por la cubierta sin transparencia que delatan a los lentes de contacto), pero le lucían en esa cara llena de panqué y ansia de estrellato.

—Desde los ocho años, modelando, preparándome, coño, doctor para… ¡Irme de Cabimas pal’ mundo! Ya tengo las catorce canciones de mi primera producción discográfica, “Un Sueño”. ¿Pa’ qué? ¿Pa’ que la puta esa me quite todo lo que yo he trabajado?
—No estoy seguro de estar entendiendo. Tienes una tarjeta de alguien que te refirió, asumo.

La muchacha lo miró desorientada. Produjo de su cartera un estuche de maquillaje, un teléfono Blackberry con una flor de bisutería colgando de una esquina, y una tarjeta. Se la extendió al nigromante.

—Me refirió Hany Kauam —dijo la muchacha—. Yo soy Paulina.
—Paulina —el doctor le devolvió la tarjeta y le estrechó la mano—. Cuéntame qué puedo hacer por ti.

La jovencita, que no debía superar los veintiún años, respiró profundo. Dudó antes de hablar, como si Luca no fuera su brujo negro particular, sino su terapista. Por la ventana de la oficina, un autobús dio un cornetazo.

—Bueno, doctor. Mire. Yo soy de Maracaibo, ¿sabe?
—Sí, me fijé.
—¿No será por el acento? Me he fajado para quitármelo, doctor, Osmel dice que…

Luca levantó una palma hacia la chica.

—Por lo de las mandocas —dijo.

Paulina tardó en decodificar la respuesta.

—¿Qué mando…? Ah, claro. Las de la perra esa. ¡Coño, qué re-perra es esa bicha!
—Calma, calma —ahora Luca respiró profundo. Esta sería una mañana muy larga—. Cuéntame. Eres de Maracaibo.
—Sí, doctor. ¿No tendrá un vasito con agua?

Una de las manos del nigromante se cerró en un puño.

—No —dijo—. Mi tiempo es precioso. Termina la historia.

La chica hizo un mohín, el que ponen todas las mujeres bonitas que el único “no” que han oído fue el que les dio aquel policía gay.

Preparado para escuchar una pataleta, el hombre se reclinó en la silla.

—Bueno, doctor. Lo que pasa es que yo siempre he tratado de ser artista. Y me da mucho coraje que de la nada venga esta a quitarme lo que yo me he esforzado por ganarme. No es justo. No-es-justo, coño. Y me quita los dos novios. Todo comenzó cuando hubo el concurso de canto en el colegio, yo fui, preparé una canción de Lady Gaga y me peiné el pelo así. Pa’ arriba. Como la de Los Simpson. Y canto Bad Romance y el jurado está encantado, pues, coño, hice un show ahí, no canté nada más. Y me bajo de la tarima diciendo “nada, estos son míos”. Es lo que yo merecía, doctor, mi trofeo, por tantos años esforzándome. ¿No quiere que le cante?
—No.
—Qué antipático.
—Dime qué te hizo la muchacha esta. ¿Cómo se llama?

Paulina croó una risa de villana de telenovela, patética en su falsedad.

—Ella dice que se llama “Venus” —se inclinó sobre el escritorio y sus senos se abultaron en el escote. Las palabras de la chica olían a yerbabuena—. De verdad se llama Venusliana. Nombre de puta, doctor.

Luca decidió rechazar el caso. Si esta carajita contrataba un sicario y tiroteaban a Venusliana mientras vendía mandocas afuera del teatro, ya no era cosa de él. Hizo lo que pudo.

—Bueno, resulta que Venus le averiguó el pin a todos los jueces —siguió Paulina—. Y le ha escrito a los cuatro, hasta a la mujer. Les dice que si esto, que si lo otro. Y, hombres al fin, ellos le siguieron la corriente. Vergación que eso no es nada: como dos días antes del concurso, la coñita se ha sacado fotos de la que te conté. Y se las ha mandado por pin a los jueces. Hasta a la mujer. Y yo vi las fotos, no eran fotos de teléfono, eran de fotógrafo. Se las tomó así, en unas poses de bicha, de prepago. Modelando, y le decía a los jueces que eran para la Playboy, para ver si la clasificaban. Y lo peor es que sí clasificó.

Un puchero apareció en la boca de Paulina.

—Mira, yo creo…
—¡Pero no se sacó esas fotos nada más! La chama se grabó, un video ahí, haciendo asquerosidades. Y le ha prometido a todos los jueces que si ella ganaba, iba a tener twitcam con ellos y se les iba a desnudar, les iba a hacer un strip-tease (hasta a la mujer). Yo le digo a Germínides, mi novio (bueno, mi ex), que no me la calo, que hable con ella y la amenace. El estúpido va a la casa de ella y ¿qué pasó? La tipa se lo zumbó. Es que la verdad es que todos los hombres son bien pendejos. Fui llorando a papi, le dije que hablara con la sucia esa, papi fue y se lo echó también. Y se tomó fotos y se las mandó a los jueces. Hasta a la mujer. Y lo único que papi me dice es que “Hija, uno es hombre, la carne es débil”. ¿Qué coño débil va a ser, doctor? ¿Qué coño débil va a ser? Fui yo misma a hablar con ella, pasé dos horas tocándole el timbre de la puerta, brinqué la reja y el perro me saltó encima, me rompió el ruedo del pantalón. Y cuando le digo cara a cara que ya está bueno, que se meta en su vida y me deje la mía en paz, la tipa me llamó a la policía, me sacaron esposada de la casa y ella llamaba a todos los policías por sus nombres. Seguro se la cogieron también. Me soltaron a las cinco horas y llego al concurso al día siguiente, con los ojos hinchados de tanto llorar, los jueces tienen tremendas tortas enfrente, que la perra esa se pasó toda la noche haciendo. Hasta a la mujer. Yo canto mi canción, me bajo segura de que gané, y ella se montó en tanga, en hilo dental y cantó una canción de tecno, que ni siquiera tiene letra. ¿Sabe lo que pasó después, doctor?
—De verdad que no me lo imagino.
—¡Ganó! ¡Ganó!

Paulina se fue derrumbando como un castillito de arena pateado por un bebé. Primero la cara le cayó entre las manos, luego los hombros decayeron, luego se apoyó sobre el escritorio y ahí empezó a gimotear.

—Uhm… Yo soy un hombre ocupado… —dijo Luca.

La muchacha levantó la cara. El maquillaje se le empezaba a correr, dejando surcos por los que se veía una niña humana cuya verdadera piel nunca había visto la luz del sol.

—Quiero una maldición —dijo—. Quiero que la maldiga, que le tire lo peor que usted se imagine.

Una maldición.
 

El problema con las maldiciones es que no puedes echarlas como si fueran un misil teledirigido. Las energías que las manejan no son comprendidas del todo —de hecho hay muchas teorías sobre de dónde provienen— y es muy raro una maldición que “obedezca” al brujo. Por lo general, causan grandes desgracias. Siguiendo el mismo principio del mal de ojo, pero potenciado a mil, una maldición puede hacer desde que te roben el carro a que se te caiga el pelo, te secuestren o te ahogues con un hueso de pollo y te mueras. Una vez maldices a alguien, más te vale que aceptes las potenciales consecuencias —porque a lo que haga efecto, ya no es cosa de los mortales.

¿Cuál era, en todo caso, el pecado de la “Venus”? La falta de escrúpulos. Luca tomó la decisión, entonces, de no maldecirla, sino de echarle un poderoso hechizo, La Respiración Negra de Hela, que con dos puñados de polvo de tumba, ocasionaba una serie de condiciones médicas y psicológicas que duraban hasta un día. Suficiente escarmiento para que una chica de difusa moral se dejara de esa mala vida.

No le dijo esto a Paulina.

Le dio dos palmaditas en el hombro. Le dijo que le gustaría la maldición que tenía en mente.

Y ahora estaba parado ahí, noche fastuosa en el Radisson Eurobuilding. Venusliana cruzaba con torpeza el escenario, echándole las tetas en la cara al público. Diosa Canales 2: Electric Boogaloo.

En una de las mesas, Paulina estaba sentada sola, lanzando vistazos venenosos compartidos entre su némesis y su brujo.

—Tengo un novio en la casa, uno novio en la escuela, pero el hombre que me gusta, es el de Venezuela —era el tecno-merengue que doblaba Venus.

Decir que la “artista” estaba vestida era un eufemismo para el guayuco que cargaba encima. Llevaba tanto plástico debajo de la piel que se movía con torpeza, le costaba bailar. Luca no quería concentrarse en los senos de aquella abominación, pero era difícil pelear con la hormona. Se llevó una mano al bolsillo, tanteó la pata de gallo y comenzó a acariciarla. Enfocado en Venusliana, se musitó una serie de mantras, de frases que dirigieran al universo en contra de esa mujer. Bajo el escritorio del nigromante había una foto promocional de la tipa (tomada que si en playa parguito), bajo una montañita de tierra nativa del cementerio general del sur. Esa parte del trámite estaba cumplida, los espíritus tenían que obedecer, envolviéndola en una danza gris, entrando por sus fosas nasales, por su boca, anidándosele en el corazón y disparando las primeras reacciones de una explosión de fluidos que pondría fin a su carrera.

En una mesa adyacente al nigromante de pie, un viejo miraba cómo Luca movía la mano que llevaba dentro del bolsillo. Sacudiéndola.

—Sádico —dijo—. Anda al baño.
—¿Qué?

Luca lo miró. Le tomó unos segundos comprender y sólo lo hizo cuando el viejo reprobó sacudiendo la cabeza, con el entrecejo arrugado, mirándole la entrepierna.

—Estoy acariciando una pata de gallo, ¿okey? —aclaró.

El viejo lo ignoró.

—Asqueroso —musitó sin verlo.
—No me estoy tocan… —empezó a decir el nigromante cuando algo en la periferia lo distrajo.

Era Paulina. Se cubría la boca con las manos, pero el vómito le salía de entre los dedos, una avalancha beige que paraba sobre la mesa, abriendo un aro de espectadores a su alrededor, motivados más por el morbo que por esas falsas ganas de ayudar, hasta que Luca tuvo que correr hacia ella, meterse entre los cuerpos y ver de primera mano algo que no podía estar pasando. No se dio cuenta de que Venus dejó de cantar.

Síp. Era La Respiración Negra de Hela en acción. Un charquito de orine se empezaba a formar bajo los pies de la rubia, costras blancas apareciéndole entre las hebras de cabello como si fuesen espolvoreadas por una mano invisible. Porque ya no aguantaba más, las manos de Paulina se fueron de su boca al estómago, dejando en evidencia a la mitad de su cara, cubierta de vómito al punto en que le goteaba de la barbilla. Puntitos rojos de piel de gallina le aparecieron en las mejillas, en las manos, en los brazos, como si tuviera una viruela que se tomaba este instante para estallar, ya que todo en esa humanidad estaba saliendo mal. Detrás de ella, un mesonero grababa con su celular.

Con ojos de niñito de Ruanda, Paulina lo miró y tendió una mano hacia él.

—¿P-por… qué…? —dijo, otra corriente de vómito le salió hasta de la nariz y con su siguiente hálito, gritó:— ¡Alguien que me ayude con el bebé!

Era un contrahechizo. Tenía que serlo.

Luca se apartó de la escena. Subestimó a la maracucha del mal —que ya no estaba sobre la tarima. La música se detuvo, los bailarines se fueron, ni pista de la mujer que había conseguido la forma de devolver con creces el embrujo que le habían lanzado. Si ella fue la bruja que diseñó esto, entonces era el equivalente mágico de Paul McCartney. Un talento excepcional.

Caminó entre la gente que todavía no había llegado a la crecientemente apestosa escena hasta salir del salón de conferencias, al lobby, donde gente caminaba con el mismo entusiasmo de cuando ardía la hoguera de las vanidades. El sufrimiento ocurre mientas el mundo gira.
Revisó entre los pasillos y cuando un guardia de seguridad, enfundado en traje y corbata, con un audífono naciéndole del oído y bajando en espiral a los confines de su saco, trató de detenerlo, Luca dijo que era una emergencia y que era solicitado en el salón de conferencias; la chama que estaba jodida era familia de Tarek William Saab. Fue el primer nombre que se le ocurrió.

Los pasillos a los camerinos eran diferentes que los del resto del hotel. De paredes color crema y sin lámparas de araña en el techo, seguían hasta unas puertas dobles que debían dar a un estacionamiento, un depósito o una mezcla de ambos. De las dos puertas que consiguió, una estaba cerrada. La otra tenía un cartel colgado en la manilla: El demonio de Tasmania parado junto a un corazón que llevaba inscrito “Mi estrella”. La clase de tarjetas que se vende a bordo de un autobús vía Chacaíto.

Luca trató de bajar la manilla para entrar y descubrió que, como esperaba, no cedía. Miró a los lados y le dio una patada al espacio de la llave. La puerta retumbó. Otra patada en el mismo sitio y se abrió, escupiendo astillas.

El interior del camerino olía a perfume de bebé. Había un gran espejo en una pared, un estante bajo este y sobre el estante un ramo de flores, un celular, un vaso de cristal con un líquido que parecía agua, pero que seguramente no lo era. A un lado del estante, tirada, estaba una silla a la que le habían arrancado una pata. Luca no hizo la conexión a tiempo, quedándose parado, mirando como si estuviera resolviendo un rompecabezas cuya imagen, resuelta, era él resolviendo ese mismo puzzle.

Un chasquido a sus espaldas, apenas se giró a ver y sintió el golpe en medio de los omoplatos. Otro a un lado del torso, uno en el hombro y otro en la cabeza, por encima del ojo.

Venusliana lo estaba acoñaceando.
 

Luca levantó las manos hacia una atacante que no podía ver (tenía la cara hacia el suelo, reacción inconsciente ante aquella pela) y obtuvo como recompensa más palazos, sobre la espalda, la nuca y, en un golpe a modo de gancho, en la boca del estómago. Por fin, sin aliento, el doctor agarró la pata de la silla —un garrote de Satanás, en manos de esa mujer— y se alejó de Venus, varios pasos, marcando bien la distancia. Quiso levantar la pata pero se le escurrió de entre los dedos. No hizo ruido al aterrizar sobre el suelo alfombrado.

Ahí estaba ella, desafiante, todavía con su guayuco deluxe y sus zapatos de plataforma, respirando agitada, esos labios brillantes de rojo cereza. Al darse cuenta de que estaba desarmada, actuó rápido: agarró al vaso y lo levantó. La mitad del líquido cayó en arco por encima de su hombro.

Luca levantó la mano hacia ella, jadeando, agarrándose el costado herido.

—No quiero lastimarte —dijo.

Venus le lanzó el vaso y la base del cristal le conectó a Luca entre las cejas, con un “plink” bastante audible, forzándolo a cerrar los ojos y perder el equilibrio. Pensó en una retahíla de insultos y maldiciones que proferir contra este ángel de la muerte y lo único que pudo articular fue un patético:

—¡Ack!

Trastabilló y se desplomó. El mundo se le puso borroso. Sobre él, Venus miró. Dos figuras se unieron, una a cada lado de la diosa. Eran figuras idénticas que Luca podía, o no, estar imaginando. Cerró los ojos y no pudo abrirlos más.


II

 

¿Esa vaina es un chivo?

Lo veía como una silueta, una nube deforme a la que sin embargo podía reconocerse por su forma de mover, de agitar las patas, de levantar y bajar la cabeza. Le llegaron las voces, como murmullos, recordándole a cuando sus padres hablaban en voz baja mientras él dormía de niño (momentos en los que pretendía seguir dormido hasta que no podía contenerse más y sonreía y sus papás lo acababan descubriendo). Parpadeó. Parpadeó otra vez y sintió como si un fragmento de metal se hubiese atascado en su garganta, seca y pegada a sí misma. Y como un calor primero, luego como una presión y luego como una mezcla de ambas cosas, sintió la jaqueca brotarle de los lados de la cabeza, un charco de sentimiento, tomando pronto el ritmo de su pulso, retumbando, pulsando con fuerza mientras un dolor secundario era siempre constante, como una aguja dorada que le atravesaba la cabeza de lado a lado. Comprendió (y aceptó con naturalidad) que estaba amarrado, tenía los pies acoplados a las patas de esa silla y las manos detrás de la espalda, no la suya propia, sino la de madera sobre la que se recostaba. La jaqueca aceleró el paso hasta agarrar un staccato de ametralladora. Sí, eso que estaba amarrado a la mesa junto a la cama era un chivo.

Giró la cabeza. Estaba en una salita con luz tenue, con cama a la vista, con grandes ventanales hacia la noche, dando una vista de Caracas que cualquier vigilante noctámbulo habría codiciado. Era una suite del hotel. Arrugó el entrecejo y descubrió que le dolía, tenía una costra a la que le veía los bordes si subía los ojos.

No te me desmayes, se dijo. Te has sentido peor después de una noche cayéndote a curda.

Inhaló con fuerza, para sentirse reconocido por las voces incorpóreas. No tenía sentido escondérseles, pues. Y si hubiesen querido matarlo, ya lo habrían hecho. ¿Qué era esto? ¿Un secuestro?


Un tipo apareció ante él. Pantalones militares, tirantes negros sobre un pecho desnudo. Su vello corporal era inexistente y sólo se adivinaba que alguna vez lo tuvo por esa sombra grisácea sobre su cabeza. Cruzó los brazos, que terminaban en uñas largas y amarillas y una sonrisa de dientes como lápidas fracturadas se asomó en su boca.

—Está despierto —dijo.

Una voz vulgar y corriente. Luca no supo qué esperaba de ella.

Le estaba empezando a dar calor y reconoció al sudor frío que le nacía en la frente. Se estaba sofocando.

—Agua —dijo con su voz más lastimera posible. Sabía que el rollo de los choros era el poder sobre los demás.

Pero no, estos no son choros. Los choros no se ven así y no llevan chivos a suites caras y no…

Recordó a Venusliana.

Entendió. Era una trampa que le habían tendido a él. Qué estúpido, Luca. Se sintió provocado a preguntar “¿por qué?”, pero la respuesta podía ser cualquier cosa. Llevaba años acumulando pecados.

Otro hombre apareció y era idéntico al primero. Pero había algo mal y a Luca le tomó un rato comprender que este freak de Las Colinas Tienen Ojos tenía tetitas. Era una mujer, las curvas no dejaban lugar a dudas, y los tirantes le cubrían los pezones, pero dichas esas diferencias, era igual al Doppelgänger a su lado. Imposible determinar quién estaba imitando a quién, o de dónde habrían cogido esta idea. Si el muchacho mostraba cierto regocijo en la escena, ella era inexpresiva, un rostro sin emociones.

Son gemelos.

—Claro —dijo—. El contrahechizo.

Ninguno de los dos reaccionó. Un solo brujo requeriría de una afinidad energética heavy para un contrahechizo como el que había presenciado antes. Pero entre dos sí podían, en especial si eran gemelos. Era injusto, ¿cómo podía competir contra gemelos?

Trató de forzar las mordazas en sus muñecas. No pudo ni moverlas. Lo habían amarrado con una tira de plástico. Odiaba las tiritas malditas esas.

Venus se unió a la congregación. Seguía semidesnuda, lo que quería decir que, a menos que esta tipa no se bañara o este fuera su atuendo por defecto para ir por ahí, no había pasado mucho tiempo. Era una perla de conocimiento que no representaba ninguna diferencia sustancial en su situación, pero le daba confort. La calma de saber cuándo estás.

—Maten a este hijo de puta —dijo Venus, cruzando los brazos.

Ninguno de los Gemelos Doppelgänger reaccionó. La cabra detrás de ellos agitó las patas, repiqueteando.

—La maldita esa me quería joder y mira quién se clavó a quién —volvió la vedette—. ¿Quién ha perdido su carrera ahora? Me contrató a un brujo y yo contraté a dos.
—En realidad nosotros te buscamos a ti —dijo Ella.
—Bueno, es verdad. Diosito me los puso en mi camino para que no me cayera brujería. ¿Qué le van a hacer?

Él caminó hacia la parte de la sala que Luca no podía ver, a sus espaldas, dejando a su voz ser oída. El nigromante pensó en Pulp Fiction. Respiró profundo. Si alguna idea le haría entrar en pánico, sería esa.

—Será mejor que te vayas, Venus —dijo Él.
—Nosotros terminamos esto —añadió Ella.
—No quiero tener que volver a verlo.
—Lo verás en la página de sucesos —Él.
—O a lo mejor no; el gobierno se escandaliza con fotos de muertos —Ella.

El ambiente se ennegreció, a pesar de que todo seguía exactamente igual. Venus lo supo, se anticipó, sabía lo que venía pero no tenía la menor intención de verlo. Ella nunca estuvo aquí. Caminó a la dimensión sin forma detrás de Luca, trastabillando sobre esas plataformas doradas. Lo que dijo no tuvo importancia, lo que le respondieron tampoco porque la mente del nigromante daba pasos agigantados al cómo podría salir de esto. Este par era paciente, determinado, capaz de preparar esto y ahora que lo tenían y estaba claro que planeaban matarlo, Luca no creyó que fueran a hacerlo rápido. No podía romper la silla. No podía negociar.

La puerta de la suite se abrió y se cerró. Estaba en la habitación de la muerte.

Reapareció Él, cargando una daga en una mano. No la sujetaba por el mango sino por la hoja, con suficiente suavidad como para no cortarse la palma. En la otra mano llevaba una silla. Posó al mueble ante el Doctor. Se sentó. Ella desapareció del campo visual.

—Luca Aleggio. ¿No vas a preguntarnos quiénes somos?
—No creo que importe.
—Sí importa —cruzó las piernas. Era afeminado. ¿Imitaba a la hermana? ¿Compartían una personalidad? —. Es el motivo de por qué vas a morir.
—Piensa en la clase de vida que te espera después de esta —dijo Ella.

Encogió los hombros lo mejor que pudo.

—¿Qué quieren que les diga? ¿Que quiero saber quiénes son? ¿Serviría de algo, iría de acuerdo con este teatro que están montando? La verdad es que no me interesa quiénes son ustedes. A lo mejor tienen motivos para hacer esto, a lo mejor no. Cuando vas por la calle como ustedes dos andan, es obvio que algo no está funcionando bien en esas cabezas.

Él miró, apoyando una mano (la del cuchillo) bajo su barbilla. La sonrisa había regresado, un brillo le cubría los ojos. Se levantó y, parándose ante él, ocultó la mayor parte de Ella, que entró a la visión periférica, cargando lo que, por dios, espero que no sea un soplete.
Una llama surgió del extremo hueco del soplete con un bostezo corto. Siguió ahí, ardiendo azul y muda.

—Dale —invitó Ella—. Podemos comenzar.

Ahora Él sí agarró al sartén por el mango, o mejor dicho, al cuchillo. La punta descansó en la mejilla de Luca y eso bastó para comprobar, con grima que le hacía apretar las nalgas, lo afilada que estaba.

—Ok, quiero saber quiénes son —dijo y era cierto. Le nació un interés tremendo en oírlos hablar.

Ella soltó una carcajada y Él la acompañó. No era una risa cómplice sino la risa de burla que perseguía herir, esa risa que es de lo primero que se aprende en la escuela. Se miraron los dos y con leguaje corporal se dijeron todo lo que tenían que decirse. Un idioma privatizado.

—Creo que si lo dejamos en suspenso, se va a hacer pipí encima —dijo Ella.

Él la miró de reojo, saboreó el regocijo, le pasó la lengua por encima al momento. Viendo el afinque y el sadismo y cómo parecían llevar mucho tiempo siguiendo la dinámica que tenían, a Luca sí le dio curiosidad saber de dónde salieron. No, no cambiaba nada y probablemente lo iban a matar igual.

—Tú nos iniciaste en esto —dijo Él, montando un pie de bota negra en la silla, entre las rodillas de Luca—. Eres nuestro padre en la nigromancia.

Luca no supo cómo interpretar eso. Cualquier reacción que adoptara podía ser la que empujaría una impulsiva puñalada facial, así que se quedó tranquilito. Conocía a un tipo en Bello Monte que le cayó a puñaladas en la cara a un choro que se metió en su casa (el cuchillo que usó era el del choro). No le provocaba pasarse el resto de su vida rondando las tascas con fingida indiferencia ante el pavor que ocasionaría el Picasso en su rostro.

—A ver. ¿Te acuerdas de Matías Araujo?

Claro que se acordaba. Maldito, un carajo que se dedicó a hablar paja a sus espaldas mientras se hacía pasar por la víctima desvalida. No recordaba qué hizo para propiciar el raterismo social de Matías, pero recordaba que lo odió, lo odió tanto que de hecho lo maldijo. Dos semanas después, el autobús expreso en el que viajaba la lacra se estrelló en la Autopista Regional del Centro. Matías corrió con suerte; sólo se fracturó las piernas.

Algo dentro de sí, algo muy humano, buscaba disculparse por haber hecho esa maldición, pero no veía la conexión. Miró a Él, frunciendo el ceño, sintiendo una puntada en medio de las cejas.

—No entiendo —dijo.

Él se inclinó al frente, reposando los brazos en la rodilla.

—Nosotros íbamos en ese autobús.

Él se alejó, fue a la espalda de Luca y quien lo miró de frente fue el chivo. No se estaba moviendo demasiado.

—Sigo sin entender —dijo a la atención de Ella—: Matías fue el único herido en ese accidente.
—Primero, no fue un accidente —Ella apagó el soplete y lo puso en el suelo—. Tú lo provocaste. Segundo, lo sabemos. Siempre fuimos susceptibles a las fuerzas, pero lo que sentimos al momento del choque, ese poder, el odio que fue capaz de determinar al futuro… tuvimos que investigar, llegar a la fuente de la maldición. A ti. Somos grandes fans.
—Y ahora… —reapareció Él con una copa en la mano—, vas a potenciar nuestro poder.

Que Luca supiera, existe sólo una forma de aumentar el potencial nigromántico: consumir a un brujo más avanzado. En sentido literal, comérselo, tragarte su alma; consumirlo.

Lo único que podía tomarse en serio era que este par se lo tomaba en serio. Habían pasado mucho tiempo intimando con lo más oscuro de David Lynch.

Ella fue a la mesita junto a la cama, desató uno de los extremos de la soga y se trajo al chivo hasta la mesa, como una campesina punketa de las praderas. Miró a Él e hizo una leve inflexión con el rostro. El gemelo entendió, agarró al cuchillo con una mano. Con la otra, agarró al chivo por entre las orejas. El animal se encabritó.


Le cortó en la nuca. Fue un corte limpio, pero insuficiente. Tuvo que pasar la hoja varias veces, siempre en el mismo sentido, con el rumor de la carne separándose, de las excreciones del animal derramándose, de la sangre, los balidos aterrados, esos ojos desorbitados con pupilas dilatadas. El chivo se las ingenió para gritar. Ella le sujetó el hocico, forcejeando, chasqueando la lengua porque el sacrificio no se entregaba de buena gana. El cuerpo cuadrúpedo se dejó caer, de atrás hacia adelante. Cortada la espina dorsal, estaba muerto. Luca tuvo que apartar la mirada, al suelo, a la sangre que iba en discreta cascada, a sus sucios pantalones, a la negrura detrás de sus párpados. Sintió algo caminándole entre el cabello. No era inesperado. Una gota.

Ella tenía la cabeza del chivo sobre Luca, bañándolo. Con los ojos cerrados, el nigromante alzó la barbilla y recibió cuanto pudo de esa sangre en la boca, sobre la lengua, hasta tener un buen buche. Ella tiró la cabeza.

—Estás bien enfermo, ¿eh? —dijo.

Abrió los ojos, sintiendo el peso del líquido sobre los párpados. Tragó.

—¿No van ni siquiera a decirme cómo se llaman? —preguntó— No nos hemos presentado.
—No somos estúpidos, Aleggio —Ella recuperó el soplete—. Cree que le vamos a decir nuestros nombres reales.
—Yo soy Tegoteo Blanco —dijo Él. Había apartado la silla frente a Luca y ahora disponía velas negras en círculo, formando un perímetro—. Ella es Candy-Candy.

Hijos de puta.

Tuvo que esperar a que las velas estuvieran en sus lugares y las mechas encendidas. Él cambió el yesquero por el cuchillo. Le hizo un gesto incompresible a Ella con la hoja.

—Estamos listos. Arranque, Berroterán.

Los labios de Ella se estiraron a los lados, dientes blancos como perlas se asomaron. Una sonrisa de anticipación, de gozo y Luca tuvo un segundo para preguntarse si sus pezones no estarían duros.

La llama azul se levantó. Luca la tuvo a nivel de la cara.

Ella empezó a hablar y el nigromante pegó la barbilla al pecho. Roncó, expectoró, se ahogó por un par de segundos, alzó la barbilla a la mujer y un esputo de pasta escarlata salió volando, con el sonido de un escupitajo flemático, aterrizando en los ojos de la torturadora. El soplete cayó al suelo con el estrépito de las ollas. La masa roja echó venas, tentáculos, se afianzó en la cabeza rasurada sujetándola por las orejas y por el labio superior. Ella trató de gritar, pero no pudo. La masa de sangre de chivo coagulada le sellaba la boca. Dependiendo de cuánto pudiera contener la respiración, esto la iba a matar.

Él, por un puñado de preciosos segundos, no supo qué hacer. Luego soltó el cuchillo y se abalanzó sobre su hermana. Cayeron los dos al suelo y Él intentó, con las uñas, separarle el escupitajo viviente de la cara a su otra mitad. Le habría sido más fácil con el cuchillo, pero el pánico es una vaina muy arrecha.

Luca se concentró en el techo. Sus pupilas se giraron hacia el interior de su cabeza. Dos lunas pulidas quedaron en las cuencas.

—Te ordeno que te levantes, por la carne de mis padres, por la sangre de mi ángel, por el negro Nefren-Ka —dirigió su voz al cuerpo decapitado al que la sangre se le mezclaba en el pelaje—: ¡Vita, mortis, khario!

Con rasguños que lastimaban la carne debajo, Él consiguió abrir una brecha para que Ella aspirara bocanadas de oxígeno. El espacio despejado quedó tintado y con grumos rojos, como si no hubiese sido sangre muerta lo que la cubrió sino pasta de tomate. Ninguno reparó en el cuerpo del animal, que se incorporó sobre las patas traseras, se arrastró con las delanteras y se irguió como una persona. Sangre todavía brotaba en hilitos, derramándose por el pescuezo.

El golpe agarró a Él por sorpresa. Una ponzoña directo a la espina dorsal, con la fuerza suficiente para empujarlo, hacerlo caer sobre las rodillas, nublarle los sentidos. Ella seguía retorciéndose en el suelo y no pudo adivinar que el cuerpo del chivo levantó una de las patas traseras, dejando que su sombra se derramara sobre la garganta femenina.

Un pisotón.

Otro.

El cuerpo decapitado echó un paso para atrás, otro para adelante, arqueó la espalda y dio otro pisotón.

Luca no pudo evitar sonreír.

—Ven acá y libérame —ordenó.

El animal se aproximó. Frente a la silla, le dio golpes con las patas al espacio entre las rodillas del amo. La silla, de madera con un cojincito, se resquebrajó. Una serie de golpes más la rompieron. Luca cayó, se pasó las manos por debajo de los pies y se levantó, todavía maniatado, con las patas de la silla amarradas a las pantorrillas, pero indudablemente en control de la situación. Debieron amordazarlo.

Él volvió a dedicarse a su gemela. No había visto el ataque del chivo, así que trataba todavía de despejar aquel cancerígeno gargajo.

—Juan Pablo, me muero —dijo Ella—. Sácame de aquí.
—Mátalos —dijo Luca.

Sin momento para la contemplación, Él cargó el cuerpo de su hermana y huyó de la habitación, luchando con torpeza ante la puerta, sin voltear ni un segundo; ninguno de los dos tenía idea de que habían sido atacados por un animal sin cabeza. Pero como Él iba corriendo y los espíritus que impulsaban a la carcasa sólo podían hacerlo caminar, escaparon.

—Detente.

El chivo paró. Luca le puso una mano en la espalda cuando pasó junto a él. Cayó muerto, un costal de pelos, carne y huesos. Sin espíritu.

El nigromante se asomó al pasillo; para cuando los curiosos aparecieran, hacía mucho que él tendría que haberse alejado. No se engañaba, había corrido con suerte, nunca había pensado en la posibilidad de que alguien lo considerara un objetivo. Se veía muerto, amarrado a un lado de la autopista, entre detectives burlones, disfrazado de otra víctima del hampa. Cojeando, fue al ascensor, presionó el llano botón y esperó. Un whisky puro le caería perfecto ahorita y, de momento, se planteó ese como su objetivo último de la noche. O eso esperaba. Entró en el ascensor y marcó sótano, el nivel que está debajo de la tierra.



0 comentarios:

Publicar un comentario