Luca agarró el bidón de gasolina —plástico, ámbar— y se lo arrojó a Adrian. Un corto vuelo y aterrizó con un golpe rotundo, de esos que te hacen temer una explosión líquida a los lados.
—Báñate —ordenó.
El vampiro, incapaz de desobedecer, abrió el envase, arrugando el rostro ante un aroma que, como el genio de una botella, emergió omnipotente.
—Ayúdame, Susana —suplicó, mientras se echaba la lluvia de fuego futuro.
La chica se contorneó. Gritó por auxilio otra vez. Viéndola, Luca pensó en que si estos dos tuvieran más sentido común que ganas de follar, esto no estaría pasando. Claro que habría conseguido el modo para atraparlos, pero no así, no ahora. Tenía rato siguiéndolos cuando el carro se paró a un lado de la calle, en las montañas más recónditas del Vizcaya. No hacía falta demasiada imaginación para anticipar lo que estaba ocurriendo dentro de aquel automóvil, pensó el doctor mientras bajaba del carro que consiguió en préstamo —un carro blanco, con placa de otro estado, sin calcomanías, anónimo, otro carro de una ciudad con más vehículos que gente.
Pero quizá se equivocaba. Porque podía ser que él le diera un beso, luego una lamida en los labios, luego una en el cuello, luego un mordisco en los hombros y, acortando una larga historia, el adicto desesperado dentro de todo vampiro tomara el control y se estuviera tomando hasta la última gota de sangre de la muchachita, que pasaría a ser “víctima de la anemia”, un diagnóstico que no tendría sentido para los que la tenían como una saludable niña de puro veinte en el colegio.
La chama de puro veinte tenía a un novio mayor. Setenta y seis años mayor.
Ocurrieron las escenas predecibles. Él los interrumpió, el vampiro trató de dominarlo con mirada hipnótica. Cuando vio que no estaba haciendo efecto, se bajó del carro y sacó los colmillos, gruñendo como un lobo. Luca le señaló con el índice.
—De rodillas.
El muerto viviente obedeció, con ojos que se negaban a aceptar lo que hacía el resto de su cuerpo. Por lo que había investigado Luca, Adrian ya estaba vampireando por Londres en la década de los treinta, lo que lo volvía un vampiro antiguo, pero no tan antiguo como para que un nigromante medio diestro no pudiera ordenarle a que se pusiera un delantal y le limpiara la casa dos veces a la semana, por sueldo mínimo.
Tuvo que amarrar a Susana con las mismas bandas plásticas que dos maniáticos habían usado en él hacía cosa de una semana (todavía tenía las marcas en las muñecas). La chica gritó que los secuestraban, sin poder adivinar lo que estaba pasando de verdad.
—Mi mamá tiene plata —dijo—, ella puede pagar lo que sea.
—Oh, eso lo sé.
—Oh, eso lo sé.
Ella derramó dolorosas lágrimas de confusión. Ahí entró en escena el bidón de gasolina y la plegaria de Adrian. Ella no pudo sino sollozar.
—Falta poco —dijo. Se miró el reloj—. Si aceptamos que en Caracas amanece a las seis y diez de la mañana, a tu novio le quedan 40 minutos de vida.
—¡No! —gritó Susana con la voz del corazón partido.
—¡No! —gritó Susana con la voz del corazón partido.
Todo esto estaba previsto, las escenas de una película que te han contado. El doctor se sentó en la acera. Se sacó un cigarro del interior de su chaqueta.
—Susana, amor, escúchame.
—¡No! ¡No, Adrian, dile que pare! ¡Tienes que hacer algo!
—No puedo.
—No me digas eso, por favor, no me digas…
—Shhh, mi niña, escúchame.
—Yo no puedo perderte, Galo. Eres el único hombre al que he amado.
—Escúchame, es importante. Yo… dios, no sé por dónde empezar.
—Pues más te vale que decidas rápido —Luca encendía el pitillo—. El tiempo pasa volando.
—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó la chica.
—¡No! ¡No, Adrian, dile que pare! ¡Tienes que hacer algo!
—No puedo.
—No me digas eso, por favor, no me digas…
—Shhh, mi niña, escúchame.
—Yo no puedo perderte, Galo. Eres el único hombre al que he amado.
—Escúchame, es importante. Yo… dios, no sé por dónde empezar.
—Pues más te vale que decidas rápido —Luca encendía el pitillo—. El tiempo pasa volando.
—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó la chica.
Había luchado tanto por soltarse, como un gusano antropomorfo, que terminó acostada sobre el pavimento. Nunca se liberaría por sí misma, pero había que darle puntos por intentar.
¿Qué podía contestar? Nada de lo que le dijera la haría entender. Se acordó de sí mismo en esas condiciones, una memoria que tan pronto empezó a formarse, luchó por repeler. Estaba en Florencia y tenía dieciséis años. Un arquetípico adolescente con rencor hacia la vida en una cuadrilla de rufianes. Caminaba por la madrugada con botas desamarradas, con brazaletes de pinchos, con anillos en cada uno de sus dedos. Él era El Nigromante, heredero de una tradición que databa desde el amanecer de los tiempos, el mago de la más prohibida de las artes. Estaba fúrico, estaba sediento de sangre y estaba hormonal. El joven Luca Aleggio, cuando su cabello todavía era negro.
Eran especialistas en evitar a la policía (una disciplina que Luca perfeccionaría tras su retorno a Venezuela). Encuentros esporádicos, pero sabían que a la voz de “alto”, cada quien correría en una dirección distinta, nunca en línea recta, sino girando en las esquinas. Sabían que si llegaban a un cerco, podían escalarlo para aumentar las probabilidades de escape. Los agentes, con sus uniformes, no estaban tan dados a esa clase de actividad física (sabiendo que les pagarían lo mismo tanto si atrapaban a los revoltosos como si no). Cualquier objeto que se les cayera, se quedaba atrás. Si tenían la fortuna de dar con una feria o algún espectáculo nocturno, era cosa de mezclarse con la multitud. Se verían en cualquiera de las noches siguientes, se echarían los cuentos de los escapes individuales, sabrían quién llegó a su casa esa madrugada y quién pasó la noche en una pequeña celda para vándalos y ebrios.
Siendo brujos de distintas ramas, manejaban normas distintas sobre lo que podían hacer o no, pero la norma universal era no usar la magia como un juguete. Siendo Nörj un elementalista, Zoe la chamán, Parvati una druida y Luca el nigromante, tenían mucha curiosidad por las ramas de los demás. Una cerveza era charla social, dos cervezas comentarios sobre la magia, tres se convertían en entusiasmo ecléctico y con cuatro empezaban las demostraciones.
Esta noche era el show de Nörj. Desató una garúa “para refrescarnos”, pero borracho como estaba, abrió el cielo a una atrevida lluvia. Su mentor sabría de qué se trataba esto, habría consecuencias. Pero eso sería mañana, ahora se reían, estaban mareados y era gracioso meter la mano entre las dimensiones y sacar chispas de todo aquello que se supone que nunca debes ver.
Parvati tropezaba con Luca a propósito. Le daba con el codo en el brazo, se apoyaba en su hombro para reír, se le quedaba mirando y giraba la cara cuando él la veía. No era la primera vez que le cambiaba las luces, pero nunca fue tan atrevido, el espacio personal era una barrera inquebrantable. Y él la deseaba. Deseaba su piel morena, sus labios de canela, deseaba esa mirada de pestañas finas, esa sonrisa más allá de lo evidente. Quería sus caricias, la promesa de su escote, el sabor de su piel en su lengua. Quería sus besos, sus uñas hundiéndosele en la espalda, sus mordiscos en el lóbulo de la oreja.
La quería a ella. Más de lo que se habría atrevido a expresar.
Compartían una botella de champaña que consiguieron robarle a unos turistas (“préstamo con carácter indefinido” lo denominó Zoe) y al pasar por el Ponte Vecchio, Zoe trató de deleitarlos con una danza tribal, que realmente fue su versión del ballet que practicó de niña. Lo hizo bien por unos cuarenta segundos, se cayó y señaló al cielo con ambos índices, riendo. Luca y Parvati se sentaron junto a ella, Nörj dio un salto al pasamano. Equilibrio a orillas del río Arno.
—Venimos de la tierra del hielo y la nieve, del sol de medianoche, donde los otoños calientes soplan —dijo, con los brazos extendidos hacia los lados, poniendo un pie por delante del otro.
—Se va a matar —dijo Zoe en su nativo patois.
—Se va a matar —dijo Zoe en su nativo patois.
Luca se reclinó, apoyando las manos en el piso a sus espaldas. Sacudió la cabeza para quitarse el agua que amenazaba entrarle en los ojos.
—El martillo de los dioses llevará nuestra nave a nuevas tierras, a pelear con la horda, cantando y gritando —alzó la voz al cielo, arreció la lluvia y se permitió un teatral trueno—: “¡Valhalla, allá voy!”
Y Luca se acostó también. No sabía si las voces que flotaban a su alrededor era la voz del alcohol o de verdaderos espíritus, que venían a decirle que este juego infantil con magias elementales era una terrible infracción que sería pagada con intereses. Porque cuando alteras el equilibrio, siempre vienen consecuencias. Cubriéndose los ojos con una mano, sonrió. Los espíritus tendrían que venir a cobrar cuando le importara.
Parvati se acostó abrazándolo y él la recibió como si fuera lo más natural del mundo, como si hubiesen sido viejos amantes. Apoyada en su pecho, ella le apartó la mano de la cara, lo miró, la invitación en esos ojos, una lluvia que estaba ahí sólo para que ellos pudieran disfrutarlo en un momento que muy pronto alcanzó proporciones de inefable.
—¿Qué? —dijo ella.
—¿Qué? —repitió Luca.
—Estás sonriendo.
—¿Qué? —repitió Luca.
—Estás sonriendo.
Ella pasó uno de esos delicados índices por el puente de su nariz. Paró sobre su boca.
—Mentirosa, yo nunca sonrío —dijo.
—¿Nunca?
—Yo no sé lo que es eso.
—¿Nunca?
—Yo no sé lo que es eso.
Y vino un beso, sabor a éter, a hormigueo sobre la lengua. Aún después de que sus bocas se habían separado y seguían mirándose, el beso estaba ahí, envolviéndolos.
Se perdieron a Nörj cayéndose al río. Tenía casi un minuto hablando consigo mismo: una importante confesión para los oídos de un tonto.
No fue la última vez que el futuro doctor sentiría su destino permanentemente ligado al de esa mujer. No fue el único momento indescriptible. Perdida la concentración, paró la lluvia y pudieron ver a un cielo que se había lavado a sí mismo. Fue una de las mejores noches de la vida de Luca Aleggio y sus últimas horas como un hombre virgen.
De manera que sí, comprendía el lenguaje de Susana y los desesperados gritos en el anhelo del corazón. Explicarle que vivía la relación más destructiva posible (de ese tipo que pueden matarte, literalmente) habría sido una pérdida de tiempo.
El vampiro rogó. Pronto vendría el sol, le clavaría sus saetas y, goteando combustible, podría hasta explotar; nunca había visto a uno de su especie bañado en gasolina bajo el sol. Ni siquiera había escuchado de ello. Se consideró por mucho tiempo en el tope de la pirámide alimenticia y sabía que, mientras tuviera sentido común, podría hacer de su teórica inmortalidad un ejercicio práctico. Era irónico que de todos los pecados que había cometido en esa larga vida (porque no puedes pasar un par de décadas como un depredador nocturno sin que tu humanidad se erosione), el que lo llevó al inevitable final fue salir con una joven que descubrió saliendo de una pizzería, mientras él echaba gasolina. Se encaprichó. La hipnotizó. Se metió de noche en su habitación, caminó por las paredes con ella tomada de su mano. Tomó su inocencia en la azotea de su edificio.
Ahora el nigromante miraba con una mano en el bolsillo, la otra en el cigarrillo, un parcial escudo a esa cara de desprendimiento. Adrian escupió cuando sintió el sabor de la gasolina en la boca.
—No te importa si te digo que la amo, ¿verdad? —dijo.
—Realmente no.
—Entiendo. Su mamá no quiere a su hija con un parásito no-muerto y te buscó.
—A decir verdad, ella quería que te echara alguna brujería, algo horrible. No sabía que eras un vampiro, eso lo descubrí yo. Todavía no lo sabe.
—Realmente no.
—Entiendo. Su mamá no quiere a su hija con un parásito no-muerto y te buscó.
—A decir verdad, ella quería que te echara alguna brujería, algo horrible. No sabía que eras un vampiro, eso lo descubrí yo. Todavía no lo sabe.
Cuando Adrian sugirió que ella podía cambiar de opinión al enterarse de la naturaleza del novio, Luca recordó a los condenados a muerte que suplican que no los sienten en la silla porque la ejecución puede cancelarse en cualquier momento. Sacudió la cabeza.
—Ya, Edward —dijo—. Aguanta como un hombre.
—Maldito, déjanos en paz —volvió Susana, que consiguió el modo de quedar boca abajo.
—Maldito, déjanos en paz —volvió Susana, que consiguió el modo de quedar boca abajo.
Luca se le acercó. Se puso en cuclillas.
—Es un vampiro, ¿okey? Está aquí para alimentarse de personas como tú. De sacarte sangre, lo que te mantiene con vida, cariño. Entiendo que te gustó porque es mayor que tú y tiene poderes y tal, parte del cliché que vives. Pero te estoy haciendo un favor. Si sigues con él, vas a morir.
Susana contestó escupiéndole.
—Él nunca me haría daño. Lo conozco —dijo.
Luca se levantó, se apartó el cigarro de la boca y exhaló una corriente de humo. Se limpió con el dorso de la mano.
—Seguro. Trata de acordarte de eso la próxima vez que quieras tener una relación con un frasco de pirulín. A ver, ¡Edward!
Adrian volteó, no como el rehén, sino como la bestia cautiva que esperaba al salvajismo que le permitiría la libertad.
—¿Quién coño es Edward? —preguntó.
Luca tosió una risa.
—No me jodas. Cuéntale a tu novia de Casandra.