viernes, 12 de octubre de 2012

Interludio



 Luis Gómez contempló las carpetas ante sí. Dispuestas sobre la mesa, como un rompecabeza que nunca puede terminarse, con conectores ausentes, formando una imagen sin sentido, configuraban el arquetípico caso de nunca acabar, el famoso “cangrejo” venezolano. Apuró un trago de café. Le quemó los labios y separó el vasito plástico de su rostro al instante. El mal estaba hecho: tendría un ardor insensible en la boca y la punta de la lengua por un rato. El vasito, sobre la mesa, permaneció indiferente, humeante, retador en su naturalidad.

En el escritorio de al lado, Miguel esperaba, reclinado sobre la silla, con los dedos entrelazados. Hasta ahora, era el único miembro de una audiencia paciente. Luis agarró la primera carpeta.


—Jesús Salcedo —dijo, la abrió—. Se registró en una posada en Carúpano. Después de que se va, aparece una cabeza en un basurero y una serie de sangrientos asesinatos llega a su fin.


Echó la carpeta sobre las demás. Agarró una al azar.


—Joaquín Morales. Trató de ingresar al país, hace tres meses. Venía con un caballero absolutamente sedado. El agente de aduanas lo describió como “un zombi”. El señor Morales, proveniente de Nueva Orleáns, produjo documentación legal tanto para sí mismo como para el hombre que lo acompañaba, de quien se señaló como guardián médico. Los dejaron pasar al país, pero el agente hizo anotaciones al respecto.


La carpeta volvió al montón.


—Morales fue descrito como un hombre caucásico, de ojos grises y cabello blanco. Tiene una cicatriz en la ceja izquierda, metro ochenta y cinco de estatura, alrededor de los treinta años. En otras palabras…
 

—Es el hermano gemelo de Jesús Salcedo.

El ambiente se empezaba a calentar. Gómez y Miguel Cañizales tenían cinco años trabajando juntos, con una química laboral excelente. Cuando las cosas empezaban a encajar, se retaban uno al otro intelectualmente. No hay demasiados detectives en el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas que trabajan por verdadera vocación, pero cuando se juntaban, chispa salía de los debates.
 

Otra carpeta.

—Hace seis meses, un polimiranda paró a una camioneta porque iba con un ataúd amarrado al techo. El chofer era un mulato que respondía al nombre de “Samuel Gonzalo”, cédula de identidad número catorce, tres veintiuno, dos catorce. Iba con un copiloto, Alfredo Dorta. Dorta le aseguró al policía que era innecesario bajar el ataúd porque lo llevaban a una funeraria con carácter de urgencia; el ataúd, según este tipo, iba vacío.


—¿El agente no lo revisó?


—No. Dice que no notó ningún olor particular proveniente de él.


—Ese carajo es un negligente.


Gómez alzó el índice.


—Indicó, no obstante, la apariencia de Alfredo Dorta. Hombre entre veintisiete a treinta y tres años, blanco, pelo canoso, ojos claros. La cédula que presentó tenía toda la pinta de legal. Sin más que preguntar, el agente los dejó ir. Gonzalo cayó preso cuatro meses más tarde por saquear tumbas, aparentemente, para brujería.


Cañizales no puedo evitar sonreír. Era un tema mórbido, pero le gustaba por dónde iba.


—¿Todo eso lo descubrió usted, colega? —preguntó.


—Justificando el sueldo.


—Está muy bien. ¿Qué más?


Gómez tomó la última carpeta. Se ajustó los lentes sobre el puente de la nariz.


—Wilton Lorra. Detenido por dos agentes de policaracas después de perseguirlo por el cementerio general del sur. Al verse sin escapatoria, se entregó. Cargaba un saco lleno de huesos e insistió que los huesos eran de origen animal. Un tipo elocuente y educado. Los agentes revisaron el saco y confirmaron que, en efecto, había cráneos de origen animal.


—¿Y los demás huesos?


El orador encogió los hombros.


—No revisaron.


—¿Cómo que no revisaron?


—No supieron diferenciar entre huesos humanos o animales. El señor Lorra no trató en ningún momento de sobornar a los agentes y cuando le preguntaron por qué echó a correr, contestó que creía que eran atracadores. Los huesos, dijo, eran para investigaciones con fines médicos.


—Obviamente son para brujería.


—Obviamente, pero los agentes no supieron cómo comprobarlo.


—¿Y lo dejaron ir?


El detective devolvió la carpeta a su pila de origen y se quitó los lentes.


—No tenían ningún motivo para detenerlo, aparte de que era un hombre raro. ¿Adivinas cómo luce el señor Wilton?


Cañizales asintió.


—Creo que me hago una idea —dijo.


Luis Gómez se echó en la silla tras el escritorio. Agarró un bolígrafo sobre la mesa, se posó el extremo sin punta en la boca.
El resto de la conversación estaba tácita. El único sospechoso que tenían de un homicidio en Carúpano (y potencialmente varios más) estaba conectado con varios incidentes aislados anormales, rayando en la brujería. Era un tipo con recursos y quién sabe cuántas identidades alternas.


Pero a ese fantasma de la ciudad se le estaba acabando la suerte.



sábado, 18 de agosto de 2012

El Contrato





El Contrato

por

Ros Kovac

sábado, 4 de agosto de 2012

Madre

(Historia participando en un certámen).

El Embalsamamiento

El Doctor Richard Burr, aplica el método recién descubierto por Thomas Holmes en 1861.


Aunque la técnica varía de funeraria a funeraria, el mecanismo estándar comienza con el fallecido acostado en una cama mortuoria, boca arriba. La cabeza se eleva y se confirma la identidad del cadáver (y que, en efecto, está muerto). Signos clásicos del fallecimiento incluyen ojos lechosos, lividez y rigidez cadavérica y la ausencia de pulso.

La ropa es removida y puesta en inventario, con todos los demás elementos, como relojes y anillos. El cuerpo es lavado con agua y soluciones antisépticas y, durante este proceso, se masajean las articulaciones en los brazos y piernas para aliviar la rigidez. Los ojos son cubiertos con lentillas que los mantienen cerrados y en una expresión adecuada y la boca es cerrada, bien sea cosiéndola, con un adhesivo o con un dispositivo que mantiene a la mandíbula pegada al maxilar con cables, herramienta de uso único en el ejercicio mortuorio. Especial atención se presta a que el rostro mantenga una expresión de relajamiento, lo más natural posible, y una fotografía del fallecido se usa como modelo a seguir.

Terminado eso, empieza el embalsamamiento en sí. Primero, los químicos conservadores son inyectados a los vasos sanguíneos, usualmente por la arteria carótida. La sangre y demás fluidos son expulsados por la vena yugular, junto con cualquier exceso de la solución preservadora, en un proceso conocido como “drenaje”. La solución embalsamadora es empujada con una bomba especial, mientras el cuerpo es masajeado, para asegurarse de que no hay obstrucciones por coágulos de sangre. En casos en que la inyección es pobre, se usan otros puntos de acceso, como la arteria femoral —situaciones denominadas como “inyección de múltiple acceso”. Por regla general, entre más puntos de acceso, mayor la dificultad del caso.  Puede usarse inyecciones con jeringa, cuando esta parte del proceso ha sido deficiente.

Las cavidades corporales son preservadas con químicos a través de una herramienta similar a una aspiradora. Se hace una pequeña incisión sobre el ombligo y se absorbe el contenido de los órganos vacios (para llenarlos posteriormente con químicos, casi todos acompañando al formol). La apertura es suturada y los contenidos corporales son desechados.

Típicamente, el proceso dura varias horas (bajo presión, para que el cuerpo esté listo a la hora del funeral). “Reparar” cuerpos que han pasado por una autopsia, o donación de órganos, puede tardar considerablemente más.

Aunque se embalsama a un cadáver para preservarlo temporalmente, la descomposición tendrá lugar, sin importar el tipo de sepultura, ataúd o químicos usados. La preservación sirve para retrasar al deterioro y el cuerpo esté presentable para el funeral, o su traslado a largas distancias.

miércoles, 18 de julio de 2012

Jugando A Brujería





 Caracas
1985

Los pequeños estaban en el depósito del estacionamiento. Andrea, de siete años, iba con bravuconería. Era la mayor y eso le daba autoridad. Todo lo que dijera, el niño tendría que hacerlo. Lo habían dejado a su cargo.

Había sido un almacén en algún punto, pero ahora estaba abandonado, un cuarto sin ventanas, con cables y bombillos quemados y vidrios a los que el niño dirigió inmediatamente su atención. Sabía que vidrios rotos equivalía a cortarse. A él no le gustaba cortarse. Y estaba oscuro. Se pegó las manitos al pecho.

—Aquí está bien —dijo la niña.

Posó las velas de tal forma que parecían un círculo.

—Prende la luz —pidió el niño.

—No. No seas gallina.

Con la poca iluminación que la abertura de entrada daba, ella imitó a un ave de corral genérica; hija de la ciudad, no había visto a una gallina nunca, pero sabía cómo hacían. Lo vio en la televisión.

—Yo no soy gallina —dijo el niño.

—Bueno, siéntate entonces. Ya vamos a comenzar.

Él miró al suelo. Con shorts, tenía las piernas descubiertas de la rodilla para abajo.

—No me quiero ensuciar —dijo—. Mi mami se va a poner brava.

—Se pondrá más brava si sabe que su hijo es una gallina.

—No me digas gallina.

La pequeña produjo una pistolita de su morral, sólo que no era una pistola. Era el mechero que la mamá del niño usaba para prender los pilotos de la cocina de gas. Lo robaron, junto con las velas y el libro, momentos antes.

Como si formaran parte de capítulos separados, el pequeño no podía recordar cómo terminaron en esta cueva, donde seguro rondaban ratones y cucarachas. Ella llegó con sus papás. Siendo hijo único, él se contentó porque, aunque era mayor, Andrea no se abstenía de jugar con él. Los adultos se fueron al comedor a tomarse un café, los pequeños quedaron a solas.

—¡Vamos a jugar a la ere! —dijo él.

—No, ese juego es muy aburrido.

—¡Vamos a jugar al escondite!

—No, me da fastidio. Siempre te consigo.

—Hmmm, pero esta vez no.

—No quiero jugar a la ere.

—Vamos a jugar a… La Guerra de las Galaxias.

—¿Qué es eso?

—Es una película del futuro. Hay naves espaciales.

La niña fingió meditar, la mímica que no convencería a un adulto, pero que bastaba para que el niño creyera.

—¿Y por qué no jugamos a los brujos? —dijo, cerrando un ojo y sonriendo.

Al niño se le borraron los gestos.

—¿Cómo se juega? —preguntó.

Andrea improvisó. No era un invento que le había llegado, porque había escuchado a sus papás hablar de que los señores de la casa eran brujos. Buenas personas, considerados y de buen humor, pero brujos. Por eso es que ella lleva un pentáculo colgado del cuello, dijo mamá, dos días atrás, cuando fueron invitados a almorzar. Tienen un gato negro y seguro que detrás de los cuadros hay símbolos diabólicos.

—Son brujos —sentenció la mujer, a un marido que la ignoraba—. Yo lo sé.

Para Andrea, era como ir de excursión con Scooby Doo. Una aventura que podría contarle a los demás niños, mañana lunes en el colegio.

Primero, debían tener velas, dijo, y como si fuera enviado en una importante misión militar, el niñito fue corriendo a conseguir. Trajo dos.

—Hace falta tres más —dijo Andrea. Estaba convencida de que la tele era buena maestra.

El niño volvió al cabo de un rato con la dotación de velas.

Muy bien, aceptó Andrea. Ahora necesitamos un mechero.

—¿Qué es un mechero?

—Eso —Andrea señaló a la herramienta a un lado de la estufa.

El pequeño lo recogió y se lo dio a la niña.

—Ahora hace falta la herramienta más importante —dijo ella, fingiendo que pensaba con el índice sobre la barbilla—. Un libro de magia.

Para el pequeño, bien podría ser una sierra mecánica. O un microchip. No tenía idea de qué era “unlibrodemagia”.

—Tu mamá tiene libros de magia, ¿verdad? —inquirió Andrea.

—No sé.

—Claro que los tiene. Deben estar en algún lado de esta casa.

—¿Qué es eso? Mi mami no tiene de eso.

—Piensa. ¿Dónde tus papás guardarían algo importante?

Y el pequeño supo a qué ella se refería. Sus papás guardaban varios libros, como los de cuentos, pero con cuentos de gente grande. Eran adornos y estaban en un estante, de puertas de vidrio. El estante estaba cerrado bajo llave.

—¿Y quién tiene la llave? —preguntó Andrea después de que el niño le explicó.

—Mi mami.

—Pídele que te la dé. Dile que es para una cosa muy importante.

El niño sacudió la cabeza rapidito.

—Mi mami no me deja tocar esos libros de magia.

—Pero no te ha dicho que yo no los puedo tocar, ¿verdad?

Un silencio puntuado por la meditación. Si esto era jugar a los brujos, era más divertido la ere.

—Pídele la llave, anda.

—No me la va a dar —concluyó él.

Andrea hizo un mohín de cansancio y echó los brazos a los lados.

—Esto me pasa por jugar con bebés —dijo—. Muéstrame dónde están los libros.

Fueron. Al pasar ante el comedor, caminaron con naturalidad, como si fueran dos niños jugando a algo inocente y no dos niños en una conspiración contra las leyes adultas.

El apartamento, decidió Andrea, era de brujos.

Era todo oscuro y tenía cortinas opacas. Un olor parecía pernear algunos cuartos y aunque ella no sabría qué nombre ponerle, se refería a la mandrágora, a noches en las que el diablo sale con sus consortes.

El estante era enorme.
Además de diversa ornamentación (floreros, estatuillas de muñequitos raros), estaban los libros, volúmenes gruesos de tapa dura que parecían hechos a mano. Varios estaban forrados en tela, excitando la imaginación de Andrea. Nunca había visto libros forrados en nada. Se pegó a la vitrina como si la última Barbie estuviera al otro lado. Su respiración empañó el espacio frente a su nariz. Miró alrededor.

—Ya vengo —dijo—. Espera aquí.


Y esa muchacha exploró todos los confines del apartamento. Cuando su mamá preguntó qué hacía, ella dijo que buscaba a su amiguito, que jugaban al escondite. Andrea paró con cinco juegos de llaves, metidos en los bolsillos. En el tercer anillo, uno que contenía dos llaves más, estaba el ganador.

El estante se abrió. Andrea sacó el primer libro que alcanzó, directamente ante sus ojos. Cerró, echó el cerrojo y, antes de revisar el botín, devolvió las llaves a donde las encontró.

Un volumen con el título grabado en su superficie de madera. Andrea lo leyó lento y luego más rápido, agarrando confianza con un idioma que no podía reconocer:

—Crypto… menysis Pa… tefac… ta —dijo—. Cryptomenysis Patefacta. Vamos a ser brujos muy poderosos.

El niño se metió el pulgar en la boca.

Así fue como llegaron al depósito en el estacionamiento. Por eso Andrea dispuso las velas en círculo. Ahora se alumbraba con el mechero, el gran volumen de ocultismo abierto ante sus ojos.

Para una mente que sólo conocía de los libros de texto, el Cryptomenysis Patefacta planteaba sentimientos encontrados. Tenía demasiado texto, para empezar. Palabra sobre palabra, seguidas en líneas como hormigas caminando en el papel. Lo que era peor, no estaba en español. Se consideraba una lectora competente (era la que leía más fluido en la escuela) y esto no estaba en el idioma que había aprendido a interpretar. A lo mejor estaba en inglés. Las hojas eran amarillas y los bordes agrietados, con cortes y dobleces. Olía raro. Como cuando, aburrida en la casa de su abuela, agarró un libro, Las Lanzas Coloradas, esperando a que tuviera dibujos adentro. No había dibujos, pero sí un olor como de vainilla, pero no exactamente. Este volumen hedía mucho más.

Pero era tan fascinante. Descifrar este rompecabezas podría cambiarlo todo. Había escuchado peleas entre sus papás y Andrea, desde su cuarto, acostada en su cama sobre las sábanas de la discusión, soñaba no con una reconciliación, sino con abandonarlos. Dejarlos con sus peleas, irse con una nueva familia. A lo mejor este libraco tenía la respuesta.

El niño estaba arrinconado en una esquina.

—Vente —llamó ella—. Ya vamos a comenzar.

—No quiero jugar a los brujos.

—Qué cobarde.

—No.

Su secuaz estaba flaqueando, supo Andrea. Si lo presionaba un poquito más, empezaría a llorar, atrayendo la atención de los adultos. Concluirían que algo que hizo ella provocó el llanto y eso tenía el potencial de llevar a un castigo. Se sentía como perro regañado cuando la castigaban, quedándose siempre con los brazos cruzados, las manos bajo las axilas, cabizbaja y con el entrecejo arrugado. Cuando por fin empezaba a llorar, mamá decía que eran lágrimas de cocodrilo hechas para manipular, pero en verdad eran de rabia. A Andrea le daba rabia que la castigaran. Los castigos eran para niños pequeños.

Si este experimento salía bien, no tendría que preocuparse por castigos más nunca. Lo primero que haría sería volar. Luego enamoraría al chico más lindo del colegio. Y quizá combatiría al crimen después. Sus papás decían que el presidente Lusinchi era un malandro; a lo mejor era el jefe de los malandros. Sonaba como un buen archi-rival.

Levantó una mano. Una corriente de aire fluyó. Nada en particular anormal. Leyó directo del texto.

—Ego order, per is specialis sermo, ut totus phasmatis inter mihi. Famulor.

No pasó nada.

Agarró a un segmento del libro con la mano y lo pasó. Más letras.

—Quod, amo is, adveho quod habitum somes —leyó—. Vox vocis quod narro sursum.

Todo siguió igual.

—No lo estoy haciendo bien —chasqueó la lengua.

La frustración, sentimiento para el que no tenía palabras. Sintió las mejillas calentársele, las orejas. Un hormigueo sobre el puente de la nariz. Cuánta rabia le daba que las cosas no le salieran.

Abrió el libro justo a la mitad. Sólo había letras, era el libro más aburrido que había visto en la vida.

—¿Por qué quieres ser bruja? —preguntó el niño.

—Porque es chévere. Me da poderes.

—¿Pero qué tal si no puedes controlar esos poderes?

—Ya va, ahorita hablamos. Estoy tratando de pensar.

—Andrea.

—Shhh.

Quizá con una ouija. Había escuchado que la ouija era el juego del diablo, eso no le parecía tan atractivo, pero la tabla era definitivamente herramienta de brujas. A lo mejor debió intentar esto en Halloween. Pasando las páginas y sumida en estos pensamientos, consiguió una hojita de papel blanca, con palabras en español escritas a mano. La agarró y se la llevó cerca de la cara, con el mechero dándole calor, más calor a sus cachetes.

 
“La maldad es típicamente femenina” decía, con todo y las comillas. “Por eso es que las mujeres tienen más talento para la brujería que los hombres. Las brujas tienen reputación de infanticidas, caníbales, capacidad para dañar a los demás con maleficios y robar…”

Andrea paró de leer. Decía “penes”. Le daba miedo leer esa palabra.

Debajo, sin comillas, decía error, Kramer. Error. Era la misma letra. Continuaba: 

“Es un error herético; ciertos ángeles cayeron del cielo y son ahora demonios y debemos reconocer que por naturaleza son capaces de hacer cosas que nosotros no podemos. Y quienes tratan de inducir a otros a realizar tales maravillas de malvada índole son llamados brujos. Y como la infidelidad de una persona bautizada se denomina técnicamente herejía, esas personas son lisa y llanamente, herejes. Malleus Maleficarum veritas”.

Andrea cerró el libro.

—¿Qué es lo que sabes de las brujas, Andre?

Algunas cosas, pensó ella.

—Harías muy buena bruja —dijo él.

—No, lo estoy haciendo mal.

—Lo estás haciendo muy bien.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé que, en un par de años, empezarás a jugar a la botellita. Tendrás nociones románticas de estar jugando a ser como son en las novelas y terminarás dándole besos a todos los hombres de tu edificio. Curioso, porque tu mamá juega una versión más elaborada con al menos tres vecinos.

La voz era la misma, pero la forma en la que hablaba delataba que no era Luca; lo supo con la irrefutable certeza de un hecho natural.

—Cállate —pidió, más que ordenó.

—Cállate tú.

—No.

El niño se sentó en el centro del círculo.

—Agarrarás una reputación entre los muchachos. Aprenderás a llenar el vacío que tus padres te dejan con el cariño de muchachos que se asomarán dentro de tu franela cuando te crezcan las tetitas.

—Grosero.

—No, tú.

El pequeño se puso de pie. Le dio la espalda a Andrea y se encorvó. Formó un arco, con el pelo hacia el suelo, el pecho hacia el techo. Era como un ejercicio de gimnasia que ella había intentado, pero con más espacio entre las manos, entre los pies. El arco era más pronunciado. Y los ojos, en esas cuencas, miraron hacia el piso, hacia dentro de los párpados, al interior del cráneo. Espuma asomó de los lados de la boca.

El niño ladró. Con voz humana, retumbando en la habitación.

Andrea se hizo pipí. Se tapó la cara. Escuchó a su amiguito, con aliento de vómito, bien cerca. Al lado.

—Sé todo lo que fue y todo lo que será. Y puedo describirte bien cómo vas a morir, a los veinticuatro años. No serán causas naturales, Andrea.

La niña se tapó los oídos. Cuando Luca, o la persona que estaba en Luca, habló, ella saboreaba las palabras. Las veía. La araña humana dejó de estar apoyada en el suelo para montarle una mano en un hombro. La otra sobre la cabeza.

—Pero por lo menos tus papás nunca se van a divorciar.

—Cállate, no te oigo.

—¿Quieres que te coma, Andrea?

Y la respiración estaba directo sobre el rostro de la bruja.

—Te abriré la cabeza como un frasco de pirulín. Me comeré tu cerebro como gelatina de frambuesa.

La voz parecía ir y venir. Andrea no sabía lo que eso quería decir, no entendía por qué parecía que entraba y salía de ensueño. No podía respirar bien.

—Dame un besito a mi primero —dijo Luca, con voz de viejo.

—¡No! —Andrea estalló en llanto— ¡Déjame!

La presión de la criatura la fue acostando, sin encontrar resistencia. Ella, que tenía los ojos cerrados, supo como si pudiera verlo desde afuera, que la araña le estiraba los brazos a los lados, le separaba las piernas. La acostó en forma de estrella. Montado encima, babeando esos mocos sobre su cuello.

Andrea miró. La espalda de Luca estaba tan arqueada que parecía que se hubiera acostado sobre ella de frente.

—Niñita, ¿no quieres oír un cuento de miedo?

Los adultos contemplaron, durante preciosos instantes, a la conversación sobre inmuebles en Caracas saltar entre ellos y caer, estrellándose sobre el granito del suelo, tal cual una lámina de vidrio. Era el grito de uno de los niños, imposible saber cuál. Los terrores afloraron, esa paranoia constante que llevas por dentro y que te acompañará por el resto de tu vida desde que tu primer hijo llega al mundo. Sin palabras, se levantaron, salieron corriendo en dirección al sonido, al grito que venía tan profundo de la garganta que la voz, que empezó de niña, se transformó en un alarido gutural, como un eructo amplificado. El garaje, el estacionamiento, ¿cómo los dejaron irse tan lejos?

Por el amor a dios, pensó la mamá de Andrea. No permitas que le haya pasado nada a mi niña.

La niña salió corriendo del depósito tan pronto ellos entraron en el garaje. Tenía la cara toda mojada, los shorts oscurecidos por líquidos. Gritaba “mamáaaaaaaaa” corriendo sin ver, tapándose los ojos. La madre recibió a la nena, la abrazó, nunca la dejaría ir. Un pajarito aterrado entre sus manos.

El papá sólo se quedó ahí. Ese olor. ¿De dónde viene ese olor? ¿Por qué ese cuarto está a oscuras?

La otra mujer avanzó, apurada, rápidas esas piernas dentro de la falda larga negra. Entró en el depósito. Se llevó una mano a la boca, abrió bien los ojos.

—Gerardo —llamó la madre de Luca Allegio—. Gerardo, ven a ver.

El padre obedeció. No sabía qué esperar. No se acordaba de cuándo fue la última vez que vio a su hijo.

Entre la luz de las velas, Luca seguía como araña invertida. Los labios contraídos, la dentadura expuesta. Baba oscura le salía de entre los dientes, con una risa pícara, del que tiene un chiste que no puede esperar para contar.

—Mira, Gerardo —dijo Aria, la madre—. ¡Luquita tiene talento!



En una montaña del viejo continente, cinco ancianas, no más humanas que unas imitaciones hechas de madera y pelos, salieron de sus entonaciones y maleficios. Estiraron las espaldas, perdieron la concentración, alertadas como lo haríamos tú y yo al escuchar una fuerte explosión.

Sentada cada una ante algún volumen olvidado,  en círculo, e iluminadas por velas que ya formaban parte de la caverna, llenaron el espacio entre ellas con sus voces.

—Ha iniziato —dijo una, ciega.

—Non appena ci sará la digna heredere —agregó otra, sin nariz, un parche de vendajes moteados alrededor de la cabeza.

—Questo é il mio nipote. Un vero italiano —dijo la que no tenía manos.

Volvieron las cinco, con sus sonrisas de oreja a oreja, a sus respectivos estudios.





Nigromancia: Manipulación de los Muertos



Extraído del Libro de los Muertos, de la Casa Aleggio:


...Con respecto a los fallecidos, considérese el control sobre estos amplificado si se posee algún objeto significativo para la persona en vida. Por ejemplo, si se desea controlar las acciones de determinado espíritu, el nigromante sería prudente si, al momento de emitir la orden, tiene en su poder el cuchillo con que el cuerpo del controlado fue apuñalado (o el juguete preferido de la infancia de la víctima, o la orden se emite en presencia del ataúd en el que se le dio sepultura).

Al momento de la invocación, provendrán sentimientos de vértigo y frío antinatural; provienen del alcance que el necromante hace en los fosos más profundos de la creación. Algunos hechiceros duchos aseguran haberse acostumbrado a ello.

Un nigromante habilidoso en la invocación es capaz de comunicarse con el espíritu en lengua hablada, indistintamente del idioma que hablaba el fallecido en vida. Se aconseja extremo prejuicio al momento de invocar y observar a la Umbra; los fallecidos no aprecian ser espiados y es posible que reaccionen con hostilidad...

domingo, 15 de julio de 2012

Dead End Friends